Cada ciudad del mundo tiene su propia
personalidad. Phoenix (en Arizona) es una ciudad que respira amplitud,
limpieza, luz y prosperidad. Boston refleja aristocracia y clase. Los Ángeles
es la ciudad invisible, parece que no estés en una urbe y que simplemente al
lado tengas a unos vecinos. Miami ofrece una dinámica impresión de riqueza y
diversión, como si fuera un lugar donde todos sus habitantes siempre estén de
vacaciones. Pero entre todas ellas siempre mi favorita ha sido Nueva York, esa
Babilonia, ese Londres del Imperio Americano, esa Roma Atlántica.
Reconozco que los síntomas de cansancio se
siguen acumulando en ese coloso urbano. Es como si el coloso fuera envejeciendo
en poco tiempo, como si fuera consciente de que su destino es convertirse en
otra ciudad más del planeta.
Pero, mientras tanto, Nueva York sigue
siendo la ciudad coronada. La bellísima urbe de nevadas copiosas, de aire
gélido donde se elevan columnas de vapor que surgen del suelo. La ciudad de bochornosa
humedad estival y del asfalto ardiente. La ciudad de los judíos, los taxis
amarillos, la Catedral de San Patricio, las estatuas clásicas y las
inscripciones omnipresentes.
A algunos hombres les ha sido dado amar con pasión un lugar de la tierra en concreto, a mí se me ha concedido amar a esa ciudad.
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