jueves, febrero 11, 2021

Aquellos años en que estuve en el horno teológico, cociéndose mi masa: mis cinco años de seminario

 

Me gustaría completar lo que dije ayer sobre mi itinerario. Mis cinco años de estudios en Pamplona estaban divididos en dos bachilleratos: el de filosofía y el de teología. Esta división se llevaba a cabo de un modo que considero que estaba desorientado. Esa división conllevaba un aislamiento entre esas dos ramas, la filosófica y la teológica. Lo que debería haber sido una unión armoniosa, un diálogo entre ambas, de hecho, era un aislamiento entre las dos.

¿Todos los profesores obraron así? No, hubo unas cuantas excepciones. Hubo unos pocos profesores que explicaban la filosofía no de un modo árido y seco, desconectado del conjunto teológico, sino en armonía con la construcción entera de la Ciencia de Dios. Pero fueron pocos, solían ser los más ancianos y gozaban de un gran reconocimiento por parte de los alumnos. El profesor joven piensa que cuanto más árida sea una clase es que es las está dando de un modo más serio. Teníamos muchos profesores jóvenes.

Al estudiar la teología, los apuntes y el manual se convertían en un obstáculo, en un muro, para leer a otros autores. La presión memorística era tan grande que uno no se podía permitir hacer “excursiones” por otras obras.

Tuvimos cinco años para estudiar. Pero no nos engañemos, el sistema encajonaba a los alumnos sin dejarlos salir fuera de la memorización de los apuntes.

Una cosa que hubiera sido muy útil habría sido conversar, debatir, dialogar entre nosotros sobre lo que leíamos. Eso no sucedía nunca. En clase hablaba el profesor. O, mejor dicho, dictaba el profesor. Por lo tanto, pasábamos del dictado a la memorización, de la memorización al dictado. Entre medio, había unos pocos momentos en que se podían hacer preguntas al profesor. Pero pocas, porque el profesor siempre insistía en que había que seguir adelante, en que había que acabar el programa.

De las partes que mejor me acuerdo de esos años, fue precisamente de aquellas en que hubo discusión, preguntas, diálogo. Pero eso, en clase, se consideraba una distracción, un detenimiento del curso de la clase.

Las peores de todas las asignaturas eran las de Sagrada Escritura. Los profesores se centraban en todo lo más tedioso y aburrido del Antiguo y el Nuevo Testamento. A nadie le gustaban. Por supuesto que esas clases acerca de la tradición eloista o del estudio formal de distintos papiros y asuntos similares no nos preparaban para nada en orden a las preguntas que nos iban a formular los feligreses, tampoco en las cuestiones que nos surgían al leer la Biblia.

En esa época, por supuesto, no se estudiaba el contenido de los libros sagrados. Todo el interés se centraba en las cuestiones formales, en las teorías acerca de la composición textual y cosas similares.

De todos los profesores, sin ninguna duda, mi favorito fue don José Guerra Campos. En eso también había unanimidad. Don José no tendría que haber enseñado Filosofía de la religión, sino que tendría que haber enseñado a los profesores cómo enseñar.

Tuve otros buenos profesores, como excepción, mencionaré a don Mariano Artigas, pero a nadie más para no ser injusto en mis olvidos.

En definitiva, en plena década de los 80, allí y en casi todas partes, la pedagogía teológica seguía los métodos del siglo XIX. Un profesor podía saber mucha escatología o mucha ética o mucha teodicea, pero no entendía que hubiera ninguna necesidad de saber algo de pedagogía. Hoy día, os puedo asegurar que se sigue enseñando al viejo estilo, en muchos lugares.

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Hablando de profesores de seminario, vas a dos lugares y en los dos pides pizza. Qué diferencia hay, a veces, de una pizza a otra.

Y lo mismo con la tarta de queso.