Siempre me he
opuesto de forma absoluta a que cualquier gobierno del mundo tenga poder para
conceder indultos. Un juez debe valorar las razones atenuantes, para humanizar
la sentencia. Cabe que un segundo juez revise la sentencia del primero. Y que
un tercer grupo de jueces revise las sentencias previas.
Pero lo que resulta
inconcebible es que el Poder Ejecutivo pueda dejar en nada la separación de
poderes. Se dirá que se usa poco del poder de indultar. Por supuesto, al Poder
sólo le interesa hacer uso de esa facultad las pocas veces en que el peso de la
Justicia le haga daño.
En cualquier caso,
se trata de la concesión de un cheque en blanco, bajo la suposición de que no
se abusará. Sí, si algo nos ha enseñado la Historia desde la democracia
ateniense hasta ahora es que, efectivamente, el Poder Ejecutivo nunca abusa de
sus prerrogativas.
La separación del
Poder Judicial era la cadena que podía sujetar al Dragón. Pero, de pronto, nos
enteramos que el Dragón se autoconcedía una llave para poder soltarse de la
cadena cuando le interesase. De forma que la cadena era segura, excepto cuando
no le interesase al Dragón. Menuda cadena. Pero qué cara. ¡Hay que tener cara!
La aplicación de la
Justicia debe ser automática. No debería haber poder humano capaz de detener la
aplicación de la Ley. Lo demás son argumentos falaces que ocultan lo duro que
sería un poder judicial completamente libre. Es tan triste que después de
tantos siglos sigamos sin tener separación de poderes en todas las democracias.
Bill Clinton
concedió 140 indultos horas antes de abandonar la Casa Blanca. Nuestro querido
gobierno español perdonó a un conductor kamikaze (juego que le costó la vida a
un ciudadano) y ahora se le exige que indulte a una madre que mató al violador
de su hija. Si ella, por poner un ejemplo hipotético, hubiera quemado al asesino
de un centenar de personas, yo sería el primero en exigir que se cumpliera la
Ley. No cambiaría nada que un buen hombre hubiera quemado al asesino de un
millar de personas. O la Ley se cumple o no se cumple. En el momento en que la
obligación de la Ley está sujeta a componendas, presiones o estadísticas de
opinión, ya no es Ley. O la Ley es o no es. Lo que no puede ser es que unas
veces obligue, y otras no, y otras un poco, y otras tal vez sí pero ya veremos.
Yo condenaría a una
buena mujer si la hallase culpable. Condenaría a un hombre honrado, si lo
hallase culpable. Condenaría al hombre que más bien haya hecho a la Humanidad,
si lo hallase culpable. La Ley es el muro que separa a la sociedad de la
barbarie, es la muralla que contiene a la bestialidad.
Que se haga justicia, aunque se derrumben los cielos. Que el culpable sea condenado, aunque sea un hombre
bueno. El juez no juzga la bondad del sujeto, sino su culpabilidad. El hombre malo
puede ser inocente, y el bueno culpable.
El juez sentado en
su tribunal, investido de poder, es una cierta imagen de Dios que juzgará el
último día, sentenciando inocencia y culpabilidad, atenuantes y responsabilidad.
Todo juez es un servidor de Dios. Es una columna de la sociedad. El oficio de
sentenciar es uno de los oficios más dignos que puede realizar el ser humano.
La sociedad está
tan enferma que pronto aullará contra sus jueces. Y el Poder obligará por ley a
los jueces a tener en cuenta la presión popular. Ese día, la Ley ya no será
Ley, sino un mamarracho de la ley. Los jueces ya no serán jueces, sino
funcionarios del Poder al servicio de las corrientes de opinión. Ese día los
hombres perderán la fe en la Justicia, y los jueces se convertirán en los sembradores
profesionales de esa falta de fe. De vez en cuando, se levantará un juez justo
para decir en alta voz: ¡NO! Pero el Poder, los jueces y el Pueblo se encargarán
de acallar esa voz cuanto antes.
Todo pueblo enfermo
devora su propia Justicia. Todo pueblo enfermo carece de Justicia. Siempre ha
sido así. Vamos hacia eso.
¿No os habéis dado
cuenta de que hace ya mucho tiempo de que la Justicia no funciona bien? Nos
hemos acostumbrado a ello. Pues bien, nos acostumbraremos a cosas mayores.