Sermones en vídeo

martes, noviembre 13, 2018

Nunca más la guerra por ninguna razón



Macrón dijo ayer:
El patriotismo es exactamente lo contrario del nacionalismo. El nacionalismo es su traición.

Su discurso incidió más en este tema, pero se resume en estas dos frases. Si preguntamos a eclesiásticos y políticos acerca de estas afirmaciones de Macrón, escucharemos las previsibles frases en las que se nos dirá que sí y que no y todo lo contrario tratando de apaciguar ánimos. Sí, nos dejarán claro que lo importante es no ser extremista. Pero, al final, queda en pie la cuestión: ¿Esas dos frases son verdad o no? Sí o no.

Antes de dar mi respuesta, quiero referirme (después se verá por qué) a la condena que hace poco se hizo de la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia Católica. ¿Pero la pena de muerte es justa, es proporcionada, en ciertos casos? Sin duda. Sin ninguna duda, justa es. Lo que sucede es que debemos aspirar a ser mejores que los asesinos. Si estoy en contra de la pena de muerte no es porque sea injusta ni desproporcionada, sino por mis sentimientos de humanidad, por mi fe en Dios, Señor de la vida.

Pido a Dios que nunca jamás volvamos a matar por unir a la fuerza dos naciones. Nunca. Por muy buenas razones que esgriman los que digan que es necesario. En esto estamos todos de acuerdo.

Pero también, por la aversión que debemos sentir a provocar la muerte y el sufrimiento en nuestros semejantes, le pido a Dios que nunca se mate a nadie por mantener unida una nación. Yo no quiero que ninguna nación se divida. Ahora bien, ¿vale la pena el derramamiento de sangre por el hecho de que una frontera pase por aquí o por allí? Por supuesto que estamos hablando de casos en los que una clara mayoría ya no quiere seguir en un país. Este no sería el caso de que una minoría radical quiera arrancar por la fuerza un trozo de soberanía. Transigir con eso implicaría después tener que pagar un precio mayor, ya que la mayoría de la población quedaría secuestrada en lo que habría sido un acto de fuerza de una minoría. Mantener esa situación no se lograría sin la represión de la mayoría.

Pero lo normal es que la voluntad de secesión presione cuando la mayoría de la población está a favor de la independencia. ¿Es lícito, moralmente hablando, el uso de la fuerza en ese caso para mantener la unidad?

Por supuesto que muchos me dirán que por la unidad de un país vale la pena sacrificar la vida. En estricta justicia, sí. Se puede matar y morir por la unidad de una nación que ilegítimamente va a ser desgarrada. Ahora bien, si una clara mayoría de la población quiere separarse, entonces ¿el precio de miles de muertos vale la pena?

La invasión de Crimea fue un acto de fuerza. Pero yo de ningún modo aconsejaría el uso de la fuerza para retomar esa parte del país. Aconsejaría con todas mis fuerzas la paz. Creo Crimea es un buen ejemplo de lo que quiero decir.

Ahora volvamos a las frases de Macrón. ¿Son verdaderas? Sí. No dudemos de que si Barcelona quisiera independizarse de una Cataluña ya soberana, se apelaría al patriotismo del nuevo Estado para evitarlo. Esa secesión sería vista como una traición, podemos estar seguros de ello.

Imaginemos que el 51% vota a favor de la independencia de Cataluña. Los independentistas ahora apelan a que no es ilegítimo luchar por lograr esa independencia en la situación actual en la que están inscritos en el Estado Español. Luego si lograran la independencia, tampoco sería ilegítimo que el 49% un mes después, o un año después, o dos años después, hicieran campaña para un nuevo referéndum, esta vez a favor de la vuelta a España.

Cuando la mayoría es tan mínima, la opinión puede cambiar en dos meses. ¿Sería ilegítimo pedir otro referéndum? ¿Sería lógico cambiar de soberanía cada cuatro o siete años? ¿Se puede cambiar de soberanía cada pocos años? Cuando las mayorías son mínimas, la opinión pública puede cambiar de opinión en poco tiempo.

Pensar que un referéndum de marcha atrás no sería visto como una traición por los independentistas no es realista. Siempre unos van a ser unos traidores para los otros y viceversa. A nadie se le escapa la peligrosidad de esta situación. No es que sea fácil pasar de las palabras a la violencia, es que siempre hay minorías dispuestas a ello. Las hay a ambos lados de la Ley.

Las palabras de Macrón son duras, pero son verdaderas. Pero mientras nos ponemos de acuerdo, al menos, no recurramos nunca, ¡jamás!, a la violencia. Pero entonces viene un problema: ¿es violencia la represión policial? Unos entenderán que la prohibición de la violencia vale para el nacionalismo, pero también para el Estado.

En esa situación, llegaríamos a una situación en la que hay que dilucidar qué es violencia legítima y qué no lo es. No es algo que pueda quedar indeterminado. Por supuesto que nacionalistas y Estado jamás se pondrán de acuerdo. Y es un asunto del que depende todo el orden público. Llegadas las cosas a este punto, no hay otro remedio que dejar claro que el uso de la fuerza para el mantenimiento de la Ley no es violencia. Teniendo que llegar la represión al nivel adecuado a la fuerza de los transgresores de la Ley.

Puede parecer que me pongo de parte de un lado de la contienda. Pero es que, finalmente, todos tendríamos que ponernos de un lado o de otro en medio del desorden. No hay un terreno neutral en medio. No lo hay. No hay una isla beatífica en medio del orden y el desorden.

Algunos me dirán que un sacerdote no debe hablar de este tema. Pero este asunto es un asunto moral. Se puede plantear como una cuestión moral en una clase de una facultad de Teología. ¿Por el hecho de que haya dos bandos políticos (unionistas y secesionistas), vamos a callar que este es un asunto que en su misma esencia es moral?

No existe un derecho a la secesión. No existe tal derecho. No negaré la independencia a una región si tres cuartas partes de la población no quieren de ninguna manera seguir unidas a la nación. Pero no se lo negaré, para evitar males mayores; no porque sea un derecho.

En cualquier caso, que nunca un hijo de Dios mate a otro hijo de Dios por este asunto. Más vale una mala paz que una magnífica victoria. Y no soy de los que piensan que la paz haya de ser conseguida a cualquier precio. Pero si en una región el 75% de los habitantes quieren marcharse, que se marchen. Mucho mejor eso que un gran derramamiento de sangre. Esa es una de las lecciones que nos enseña el centenario del armisticio de la I Guerra Mundial. Pienso como pensaría un padre, no como pensaría un estadista, un Napoleón o un Julio César.

Pero si las cosas se ponen mal, si al final ocurre lo peor, si al final las pasiones se desatan en su peor manera, solo hay una postura lícita: la del orden, la de la Ley.

Los sacerdotes no podemos ser ambiguos acerca de esta cuestión moral. Porque la ambigüedad puede costar vidas.