Quiero rendir un homenaje
a todos los capellanes de nuestra diócesis que, de un modo silencioso, prudente
y discreto, realizan su labor sobre las almas de los enfermos. Todos entendemos
el valor de un médico para la salud del cuerpo. Pero no se valora tanto el
valor de un sacerdote para los espíritus.
No me voy, ahora, a fijar
en la labor de consolar, dar consejos o llevar esperanza al enfermo, sus
familiares y al personal sanitario. Esa labor es mucho más comprendida por la
población, mucho más valorada. Sino que me quiero fijar ahora, en este tiempo
de pandemia, en la función de otorgar gracias misteriosas a través del
sacramento de la unción de los enfermos.
Tenemos la seguridad que
nos da la Iglesia de que el sacerdote, al otorgar el misterio sagrado de este
sacramento, confiere unas gracias a ese enfermo. Algo invisible sucede en ese
espíritu por más que esté inconsciente. (Alguna vez, también en el cuerpo.) Siempre
hemos profesado la fe de que los sacramentos son de institución divina. Si se
confiere este séptimo misterio sagrado, es por Voluntad de Dios; no es fruto de
alguna decisión opinable de los eclesiásticos. Algo sobrenatural acaece en ese
espíritu humano, aunque no sepamos con exactitud el qué. Los antiguos tratados
hablan de purificación, de aumento de la gracia santificante, de otros efectos.
Y es verdad, pero, en cualquier caso, este sacramento de la unción actúa en
cada uno de un modo personalizado y único, como una medicina del alma.
Valoremos esta faceta
divina del sacerdote que está al lado de la cama del enfermo, pues otras
facetas más humanas son más fáciles de comprender y agradecer. Que el Señor nos
conceda que en todos los hospitales de la diócesis siempre, a cualquier hora,
haya un sacerdote pronto a venir a traer algo que está por encima de los ánimos
y consolaciones humanas.