En la revisión de mi
libro sobre san Pablo, voy en la revisión del último tomo. Exactamente, por la
página 209, de las 300 que tiene ese volumen. No sabéis la alegría que eso
supone para mí, a pesar de la negativa de varias editoriales religiosas a las
que he ofrecido el libro. No es fácil aceptar la negativa a una obra escrita,
retomada y reemprendida durante unos nueve años, cuando la misma editorial
publica, a bombo y platillo, el libro de un jovenzuelo que no llega a los
treinta años y que solo pretende ser simpático en sus páginas. No, no es fácil.
Cuando hace nueve meses retomé
la escritura de esta novela, jamás me imaginé el viaje que iba a comenzar. No
ha sido una escritura, ha sido un itinerario. No sospechaba hasta qué punto el
libro me iba a llevar a sumergirme en la iglesia del siglo I. O, mejor dicho,
en las comunidades entre el año 33 y el 64. Puesto que esas iglesias, a finales
del siglo I, ya habían crecido, se habían organizado y habían experimentado
cambios. No era lo mismo la Iglesia en el año 38 que en el año 97.
Ahora, el apóstol Pablo,
es para mí un personaje de carne y hueso, no una idea. Un personaje pintado con
colores reales, ambientado en un marco realista. Y la Iglesia de esa generación
ha pasado a ser una Iglesia concreta, no un escenario de generalidades.
Durante buena parte de mi
vida sacerdotal, mi conocimiento de la Iglesia medieval europea marcó los
esquemas subconscientes de mi eclesiología. Había una visión sentimental que
tuvo una gran influencia en mi modo de entender la Iglesia. Lo creamos o no,
todos tenemos una visión subconsciente de la Iglesia. Hasta el que cree ser muy
neutral. Unas veces nos traiciona la historia, otras la estética; otras,
ciertos conceptos filosóficos o patrísticos o escolásticos. Eso está muy claro
en personajes como nuestro papa, Burke, Lefevbre, Hans Küng o Casaldáliga.
Mi visión primera, la del
seminario, pronto se completó con mis viajes, con mi encuentro con la teología
protestante y ortodoxa. La espiritualidad de la Renovación Carismática también ejerció
mucha influencia a la hora de atenuar ciertas rigideces, a la hora de aceptar
una estética “tropical” en mi mentalidad catedralicia.
Ahora, el siglo I ha
desembarcado con fuerza en mi estructura dogmática. Leer la actualidad a través
de los padres apostólicos y la siguiente patrología resulta enriquecedor. Leer
la actualidad de la realidad vaticana o del sínodo alemán a través del pasado supone
una flexibilización de todo lo que puede ser flexible. Releer el presente a
través de la santidad del pasado y de las miserias pretéritas, también es
bueno. Hasta la vida cotidiana de una comunidad romana de veinte cristianos,
todavía sin presbítero, en el año 50, es iluminador.
Mi novela es una reflexión. No hay aventuras. Es Pablo pensando, preguntándose cosas, predicando, resolviendo problemas.