Me gustaría
completar lo que dije ayer sobre mi itinerario. Mis cinco años de estudios en Pamplona
estaban divididos en dos bachilleratos: el de filosofía y el de teología. Esta
división se llevaba a cabo de un modo que considero que estaba desorientado. Esa
división conllevaba un aislamiento entre esas dos ramas, la filosófica y la
teológica. Lo que debería haber sido una unión armoniosa, un diálogo entre
ambas, de hecho, era un aislamiento entre las dos.
¿Todos los
profesores obraron así? No, hubo unas cuantas excepciones. Hubo unos pocos
profesores que explicaban la filosofía no de un modo árido y seco, desconectado
del conjunto teológico, sino en armonía con la construcción entera de la
Ciencia de Dios. Pero fueron pocos, solían ser los más ancianos y gozaban de un
gran reconocimiento por parte de los alumnos. El profesor joven piensa que
cuanto más árida sea una clase es que es las está dando de un modo más serio. Teníamos
muchos profesores jóvenes.
Al estudiar
la teología, los apuntes y el manual se convertían en un obstáculo, en un muro,
para leer a otros autores. La presión memorística era tan grande que uno no se
podía permitir hacer “excursiones” por otras obras.
Tuvimos cinco
años para estudiar. Pero no nos engañemos, el sistema encajonaba a los alumnos sin
dejarlos salir fuera de la memorización de los apuntes.
Una cosa que
hubiera sido muy útil habría sido conversar, debatir, dialogar entre nosotros
sobre lo que leíamos. Eso no sucedía nunca. En clase hablaba el profesor. O,
mejor dicho, dictaba el profesor. Por lo tanto, pasábamos del dictado a
la memorización, de la memorización al dictado. Entre medio, había unos pocos
momentos en que se podían hacer preguntas al profesor. Pero pocas, porque el
profesor siempre insistía en que había que seguir adelante, en que había que acabar
el programa.
De las partes
que mejor me acuerdo de esos años, fue precisamente de aquellas en que hubo
discusión, preguntas, diálogo. Pero eso, en clase, se consideraba una
distracción, un detenimiento del curso de la clase.
Las peores de
todas las asignaturas eran las de Sagrada Escritura. Los profesores se centraban
en todo lo más tedioso y aburrido del Antiguo y el Nuevo Testamento. A nadie le
gustaban. Por supuesto que esas clases acerca de la tradición eloista o del
estudio formal de distintos papiros y asuntos similares no nos preparaban para
nada en orden a las preguntas que nos iban a formular los feligreses, tampoco
en las cuestiones que nos surgían al leer la Biblia.
En esa época,
por supuesto, no se estudiaba el contenido de los libros sagrados. Todo el interés
se centraba en las cuestiones formales, en las teorías acerca de la composición
textual y cosas similares.
De todos los
profesores, sin ninguna duda, mi favorito fue don José Guerra Campos. En eso
también había unanimidad. Don José no tendría que haber enseñado Filosofía de la
religión, sino que tendría que haber enseñado a los profesores cómo enseñar.
Tuve otros
buenos profesores, como excepción, mencionaré a don Mariano Artigas, pero a
nadie más para no ser injusto en mis olvidos.
En definitiva,
en plena década de los 80, allí y en casi todas partes, la pedagogía teológica
seguía los métodos del siglo XIX. Un profesor podía saber mucha escatología o
mucha ética o mucha teodicea, pero no entendía que hubiera ninguna necesidad de
saber algo de pedagogía. Hoy día, os puedo asegurar que se sigue enseñando al
viejo estilo, en muchos lugares.
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Hablando de profesores de seminario, vas a dos lugares y en los dos pides pizza. Qué diferencia hay, a veces, de una pizza a otra.
Y lo mismo con la tarta de queso.