Una de las heridas
con las que me ha tocado hacer de médico de las almas es con las heridas teológicas. Hay un
obispo que he conocido que dañó y daña a muchos. Para evitar malos entendidos,
el obispo del que voy a hablar nunca ha sido obispo de Alcalá de Henares.
Siempre hay algún malicioso y, por eso, conviene dejar las cosas claras. El obispo
del que hablo es de fuera de España.
Pues bien,
cuando un laico se me queja, no le doy la razón al obispo haya hecho lo que
haya hecho su obispo. Unas veces tiene razón el laico, otras el obispo. Es cierto
que al obispo, en la mayor parte de los casos, se le puede suponer una mejor
formación, se le pueden suponer unas cualidades.
Pero, el caso
sobre el que hoy reflexiono, lo conozco bien, por no decir, a la perfección. Y
es un caso antológico de clérigo que hoy dice una cosa y mañana la contraria. Desde
el comienzo, se ha convertido en un experto en decir las cosas y no decirlas.
Siempre habla
de comprensión y compasión. Pero, en sus decisiones, a los más tradicionales,
palo y tentetieso. También es llamativo que, para estar siempre hablando de ser
padre, su ejercicio de la autoridad ha sido llamativamente tiránico. Sí, ciertamente,
se puede ejercer la autoridad eclesial de esa manera.
Hay cosas en
su diócesis que no hacían daño a nadie, que no perjudicaban a nadie, que las
hacía solo el que quería. Pero no, determinó que él decidía por todos, prohibiendo
lo que era lícito, lo que entraba dentro del ejercicio de la libertad
individual.
No me ando
con paños calientes, estas cosas pasan. Esto son hechos. Como es un hecho
objetivo el sufrimiento personal que este modo de ejercer la autoridad eclesial
provoca.
¿Qué hacer en
una situación así? ¿Cómo debe uno comportarse? Lo primero de todo, el pastor no debe
decirle al laico que ha malinterpretado las cosas, que no ha entendido bien.
Eso es ridículo. El mal es mal, lo haga quien lo haga. El sacerdote nunca debe tratar
al laico como a un niño, como a alguien que no entiende las cosas. Nunca hay
que tratar a los laicos desde la superioridad, sino desde el servicio.
Segundo. Lo mejor es no hablar mal de ese pastor. Será un sufrimiento
para su rebaño mientras siga al frente. Pero mejor es no agravar el mal. Es
mejor fijarse en las cosas positivas, poner los ojos en lo que él haga de bueno.
Si no es posible hablar bien, entonces, callar. Cubrir con un piadoso velo las
vergüenzas.
Tercero. Si malo es criticar, peor sería organizar una rebelión con la
excusa de concienciar, de presionar. Estas acciones, en materias espirituales
(otra cosa serían los delitos), siempre son inadecuadas dentro de una familia como
es la iglesia.
Cuarto. Otra cosa totalmente distinta es que se sigan los cauces
eclesiales lícitos. Esos cauces jerárquicos no solo se pueden seguir, sino que,
a veces, es obligatorio ponerse en acción y no pecar de omisión.
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Os puedo asegurar
que tratar, limpiar, coser esas heridas teológicas ha sido una tarea que he ejercido
en mi ministerio sacerdotal de forma regular. Hay más de cinco mil obispos en
el mundo. Os aseguro que esta es una misión que, a mí en concreto, me ha tocado
ejercer fuera de la confesión; en largas y dolorosas conversaciones en persona
y por teléfono. Tarea no menos delicada que un exorcismo, porque las heridas pueden ser muy profundas y llegar hasta el centro
del alma.
Una cosa
quiero añadir para acabar este asunto. Unos pueden pensar de una manera y otros
de otra, pero a un clérigo se le debe exigir honestidad
teológica, en el confesionario y en el púlpito. No se
puede tirar la piedra y esconder la mano.
La fe es algo
sagrado. No se puede entrar en mercaderías infames: “Querría hacer esto, decir
esto; pero no puedo ir más allá”.
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Aquí he
reflexionado muchas veces acerca de la meritocracia en la Iglesia. Alguno
pensaría que se trataba de un desahogo por miras personales insatisfechas. Como
que decía eso porque me gustaría llegar a algún puesto.
En realidad,
lo que tenía en mente era toda esta gama de heridas, llagas, lesiones. Unas,
infectadas. Otras, incluso, supurantes.