Si algo caracteriza
a las ciudades de la Antigüedad, y no digamos a las de la Edad Media, eran esos
edificios impresionantes, bellísimos, mucho más grandes que los demás. Basta
ver las reconstrucciones de cualquier ciudad como Alejandría, Antioquía o Tarragona
para darse cuenta de ello. El entorno urbano contaba con hitos.
Una de las
características de la arquitectura que va de los años 50 a los 90 ha sido una
arquitectura urbana generalmente anodina, carente de cualquier interés y sin
hitos, sin grandes proyectos. Lo único que ha destacado de ese mar uniforme han
sido los rascacielos. Y sí, allí se ha dado la gran arquitectura, la “arquitectura
mimada”. Pero salvo esa excepción, salvo lo que encontramos en los concursos de
arquitectura, la arquitectura usual de esos años fue aburrida y prescindible a nivel
de configurar un entorno urbano bello.
A partir de
los 90, la cosa comienza a mejorar claramente. Eso se ve en cualquier ciudad
española, los barrios de los años 90 son mucho mejores a nivel estético. Pero
la misma fea tendencia era observable antes en Alemania, Francia o Reino Unido.
Nuestra época
requiere de grandes proyectos urbanísticos. Una ciudad no puede seguir siendo
una mera acumulación de edificios sin más. Los proyectos que, a veces, he
sugerido pueden parecer una locura. Pero son un esfuerzo por romper esa
tendencia a un utilitarismo aburrido.
El Castillo
de Frontenac que mencionaba ayer es un ejemplo de soberbia arquitectura que
cambia toda la forma de ver una ciudad. la ciudad pasa a tener una referencia,
un centro, una geometría que no es mera adición.
La creación
de formidables arquitecturas institucionales no va contra el igualitarismo. Son
construcciones para el Pueblo. Eso lo entendieron (y lo entendieron muy bien)
algunos arquitectos teóricos de la Unión Soviética. Y eso que se llevó a cabo
solo una mínima parte de lo que algunas mentes pensaron. El régimen soviético
fue espantoso, pero pudo haber tenido una gran arquitectura que podría haber
generado toda una estética propia del comunismo. Los gobernantes no estuvieron
a la altura de algunos de esos arquitectos visionarios. Y el gótico
soviético erigió las llamadas Siete Hermanas y algunas otras cosas
más. Formidables edificios de todo un mundo estético que podría haber ido mucho
más allá.
Lo que ocurre
con la arquitectura, esa tendencia a lo anodino, también ocurre con la
democracia actual. Hay que embellecer a las instituciones constitucionales. Yo he
expuesto mi propuesta. Pero puede haber otras.
Mi propuesta
vale para la Iglesia, véase Neovaticano, o para la sociedad civil, véase
La decadencia de las columnas jónicas. Lo cierto es que hay que intentar
huir de lo meramente funcional, para levantar creaciones estéticas. Eso, insisto,
vale también para la Iglesia; no está todo ya inventado, no está todo dicho. Pero
es cierto que cuando entras en lo concreto, entras en lo opinable. Y cuando tu
propuesta es más “grande” se puede considerar más como una locura. Algo como el
edificio del Parlamento Británico solo era posible con la mentalidad del siglo
XIX. En los años 60, se hubiera creado un moderno complejo de oficinas.
Gran parte del éxito de Napoleón en las siguientes generaciones fue que comprendió que había que crear una estética. Conquistó tierras en su presente, pero el porvenir lo conquistó con su estética neoimperial.