Ayer se me olvidó escribir en el blog porque decidí que escribiría un post
acerca de cómo son los cambios de un corrector cuando la editorial te los envía
antes de las galeradas. Pensé: “Iré corrigiendo unos cuantos, los pondré aquí y
los comentaré”. Pero me puse a corregir y a corregir y ya me olvidé del post. Me
he percatado ya hoy, tarde.
Corregir erratas es una labor tediosa como pocas. De verdad que yo no
podría ser corrector. Sería una labor con la que no podría ni con todo mi mejor
ánimo. Incluso cuando tengo que revisar mi propia obra con las indicaciones del
corrector a mi lado, para mí es una tortura. Algo así como si tuviera que estar
haciendo sumas, restas y otras operaciones todo el día. Yo no podría. Os aseguro
que preferiría cuidar cerdos, preferiría andar con el estiércol hasta los
tobillos, antes que, día tras día, emplear mis horas de trabajo en hacer
cuentas y más cuentas, o en corregir gramaticalmente textos.
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Tengo una buena noticia. Desde que regresé de Paraguay, he perdido dos
kilos en dos semanas. No voy a decir que me ha costado sangre, sudor y
lágrimas, no. Pero un poco de hambre sí. De verdad que esos dos kilos de
energía en forma material no se han volatilizado así por las buenas.
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Hoy es el primer día en que se siente más el calor del verano dentro de la
casa. 33º de máxima al mediodía. En casi toda España, el verano es cruel. Los nativos
del lugar para nada nos hemos acostumbrado. Las vestiduras de otros siglos,
incluso del siglo XIX, me parecen muy incómodas para estas temperaturas. Y no
solo las de la clase alta. No entiendo como las generaciones no adaptaron más
la vestimenta a las condiciones.
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Hay muchas polémicas teológicas y eclesiales. Pero, bueno, ya está todo
dicho por mi parte. Tampoco vamos a estar dándole vueltas todos los días a las
mismas cosas. Tengo mi parque de atracciones mental llamado Monclovia al
que me retiro cada vez que quiero distraerme y descansar, y allí no paso ni
calor.