Y, por fin, entré en Santa Sofía, descalzo. Erdogán la
ha devuelto a su condición de mezquita. Paseé por su perímetro interior, me
dirigí desde la entrada hacia donde estuvo el altar. Pero no me impresionó:
demasiado conocida, demasiado meditada. Además, en cuestión de templos, lo
grande no siempre es lo mejor. En materia de iglesias, los espacios diáfanos
masivos no es lo que más invita a la oración, al recogimiento. Pienso que, como
norma general, el arquitecto de lo sagrado debe huir de lo excesivo. El tamaño
de Santa Sofía pienso que juega en su contra.
......................................
21 de octubre
Tras Santa Sofía fuimos a ver la Mezquita Azul. No
vimos nada de ella, estaba repleta de unos andamios que ocultaban todo como una
pantalla. Me suele gustar ver un templo lleno de andamios: dan una mejor
impresión de los tamaños, ofrecen una visión nueva de esos espacios. Pero los
“suelos” de los andamios hacían de techo a poca distancia de nuestras cabezas,
no se veía nada.
Antes vimos un circo del que no quedaba nada de la
época, solo dos serpientes griegas de bronce y un obelisco. Eso sí, un obelisco
de la época de Tutmosis III, que es el reinado en que muchos sitúan el éxodo de
Moisés. De ese obelisco hablo en mi novela Cuando amanezca la ira.
Nota: Todas las misas que celebramos en templos abandonados o en las ruinas de antiguas iglesias requerían permiso previo de las autoridades civiles de esos lugares. En un país musulmán, evidentemente, no se podía ir celebrando la eucaristía en cualquier lugar.
Seguirá mañana.