No me gusta que se pongan banderas
en las iglesias, en ninguna parte. El templo de Dios solo debe mostrar la
gloria de Dios. El reino de Dios debe estar por encima de los bandos humanos.
Tampoco debe colocarse la bandera
del Vaticano, como si fuera la bandera de la Iglesia. La Santa Iglesia,
precisamente, no tiene bandera para dejar claro que no es un reino de este
mundo, es otra cosa, otra realidad. No tiene ni banderas ni himnos.
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Además, el diseño de la bandera del
Estado Vaticano es desastroso. Más allá de ciertos aspectos prácticos y
teóricos de los colores, lo que resulta fuera de toda duda es que la tiara y
las llaves están plasmadas de manera que resultan irreconocibles. Incluso a
poca distancia parecen un artilugio de función ignota. La gente sabe que es una
tiara y unas llaves por deducción, pero su plasmación desconoce todas las leyes
que rigen este campo. Los tres leones de los Plantagenet eran clarísimos y
magníficos desde el punto de vista del diseño, dígase lo mismo de la fortaleza de
la bandera de Castilla, o de las flores de lis de la antigua bandera del reino
de Francia.
El artilugio de la bandera vaticana
era difícil idearlo peor para el lugar donde iba a estar: sobre tela. Incluso
sobre un tapiz no es un dibujo bonito.
Pero que conste que, aunque critique
esa enseña, mi fe es católica. Alguno me acusará de que cómo es posible ser un
buen católico y criticar el diseño de la bandera del Estado de la Ciudad del
Vaticano. Pues sí, es posible.