Alguien pensará que hace
unos días fui excesivo al hablar de eso que llaman “triunfar en la vida”. Pero no, no fui excesivo. Hay tanta felicidad
en ser electricista como en ser catedrático, tanta felicidad en ser barrendero
como en ser artista. El artista no es, necesariamente, más feliz.
Conocí a un médico especialista
que durante toda su vida no tuvo más allá de una hora libre tras la cena,
compaginó dos trabajos y acabó agotado mentalmente. ¿Todo para qué? Para que
sus hijos pudieran estudiar en las mejores universidades. Sacrificó vivir su
vida para que sus hijos tuvieran más ingresos. “Yo no vivo para que puedan
vivir mis hijos”. No había ninguna necesidad de ello. Sus hijos podían haber
tenido una vida digna sin necesidad de un sacrificio supremo que no se lo pedían
ni Dios ni su mujer ni sus hijos.
También conozco el caso de
un empresario que para que sus hijos tuvieran más (me imagino que esa era la
excusa) acabó devorado por la ambición, hundiéndose a sí mismo y a sus hijos en
la vorágine que se provocó.
Nada malo hay en
esforzarse para prosperar. Pero no se puede divinizar el tema del trabajo. No
se puede vivir con la idea de “triunfar en la vida”. El que así piensa debe
estar convencido de que el 95% de las personas no han triunfado. Qué modo tan
erróneo de ver la sociedad.
Vivir con tranquilidad,
con moderación, gozando de los placeres sencillos de la vida.
La visión clasista de la
sociedad es algo no cristiano. Me alegro de vivir en una sociedad en la que, al
menos, aunque existan desigualdades sociales, las barreras que creaban ciertas
vestimentas no existan ya; ya todo el mundo viste de un modo parecido. También me
alegro de que no existan lugares exclusivos para determinadas castas; hoy día
si se paga, todo el mundo puede entrar a todas partes. Lo ideal sería una
sociedad más igualitaria. Pero, al menos, ciertas formalidades de separación ya
no existen, afortunadamente.