Ayer tuve una agradable
cena en la casa de un matrimonio al que estimo mucho. Había otros dos
invitados. Sin duda, los momentos que recuerdo como más placenteros de mi vida
son esas cenas tranquilas en las que la comida es un placer, la conversación es
relajada y la sobremesa se alarga sin que sientas pasar el tiempo.
Lo que más me gusta de
este matrimonio es que se les nota en la cara que la convivencia es un remanso
de paz y de armonía. Hay rostros que traspiran tensión y agresividad. Casarse con
alguien que tiene mal humor, que es egoísta, que siempre lo exige todo, es una
carga sobre los hombros. Pero cuando dos personas buenas unen sus vidas creando
un sereno remanso de cariño, eso es lo mejor que le puede suceder a alguien en
el mundo.
A sus hijos los he visto crecer desde el final de su niñez. Dos angelitos. Pero ahora, ya veinteañeros, se ven afectados por la misma mentalidad de todos los jóvenes de Occidente. Yo eso ya lo doy por descontado para todas las familias de nuestra época.
Si yo me hubiera casado, me sentaría en el sillón de casa leyendo el periódico y contemplando con la mayor flema británica como entra mi hijo satánico acompañado de un amigo anarquista y de una ultrafeminista de género indefinido.
Si yo hubiera tenido un hijo hubiera sido el tranquilo de los padres, no me
hubiera enfadado nunca. Eso sí, dormiría con un extintor bajo la cama por si
alguna noche, en una de sus bacanales, les daba por incendiar la casa.
Los cuatro de la foto no,
necesariamente, son el matrimonio anfitrión. Ah, ayer me puse los zapatos con
hebilla que tengo para las grandes ocasiones.