La llegada de un nuevo
obispo a cualquier diócesis es algo que ofrece la sensación (¡y lo es) de nuevo
comienzo. Esperanzas, proyectos… un obispo llega con ganas de hacer cosas, de poner
en marcha iniciativas. Tiene sus propias ideas de cómo revitalizar una diócesis
y está abierto a escuchar las propuestas de los otros. Un nuevo pontificado es la
esperanza de una renovación.
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Reflexionando sobre el
tema, hace años llegué a la conclusión de que lo mejor era que los obispos
estuvieran solo en una diócesis hasta la jubilación; como máximo en dos.
Pero reconozco que la
llegada de un nuevo obispo es una revitalización de la pastoral y de las
relaciones entre el prelado y sus presbíteros. También supone un cambio en los
cargos pastorales de la curia, y los que comienzan siempre lo hacen con una
nueva ilusión.
Aunque no sé, a pesar de
que esto es tan positivo, pienso que la permanencia de un obispo durante
muchísimos años es un bien más precioso. Pero si preguntáramos a los obispos y
al clero, todos preferirían un nuevo obispo cada quince años.
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En mi opinión, un obispo
debería estar en una sola diócesis toda su vida y no jubilarse, como norma
general. Pero en cuanto la edad comenzara a hacer sentir su peso, la Santa Sede
debería nombrarle un obispo coadjutor que, de facto, fuera el que
gobernase; eso sí, con la aquiescencia el obispo residencial que reconociese que,
efectivamente, la edad ya solo le permite dedicarse a unas ciertas actividades
pastorales y litúrgicas, pero no al gobierno de la diócesis. Y ese peso suele comenzar a sentirse a los setenta años de edad. Y a los setenta y cinco ya resulta evidente en la mayoría de las personas, sea cual sea el oficio que desempeñen.