Hoy he recibido a un pastor evangélico. Me ha hecho
unas preguntas para su trabajo de teología en un master. Hemos paseado por las
naves de la catedral. Ha sido un encuentro amigable. Me recuerda a cuando yo
era un joven, como él, y trabajaba en mi propia tesina. Aunque me ha parecido
bastante más maduro que cuando yo tenía su edad.
Ya que ha venido a Alcalá, le he enseñado la
universidad y la Calle Mayor. Estaba lloviendo bastante y, al final, me he
tenido que poner el manteo sobre la cabeza.
Estamos teniendo unos días de lluvia y frío más
propios del invierno que del otoño.
Yo ahora estoy revisando mi Historia del mundo
angélico. Cuando acabé el último libro de la trilogía sobre Dios, pensé que
debía revisar un poco el texto del primer volumen. Ay, cuántas cosas se
encuentran que deben ser pulidas y mejoradas. Y eso que, cuando lo acabé, me
pareció que el texto estaba pulido, barnizado y listo para aguantar los siglos.
Claro que siempre he dicho que si alguno encuentra una
de mis obras sin erratas, es que no es una obra mía. La abundancia de erratas
es mi sello personal.
Me preguntabais cuál será mi próximo propósito literario.
Pues si no me embarco en una revisión en profundidad de mi libro sobre los
obispos, La mitra y las ínfulas, le tocaría ya a mi novela sobre san
Pablo. Es algo que no he decidido. Me inclino por el libro de los obispos. Si a
algún obispo mi trabajo le sirve, me consideraré más que pagado por mis
esfuerzos.
Creo que pocos presbíteros han escrito tanto sobre los obispos como un servidor. Otros escriben sobre las setas o sobre el oso pirenaico. A mí me ha dado por la episcopalidad. Un tema tan honrado como cualquier otro.