Estoy muy contento. Tan contento como lo puede estar
un cincuentón que —tras una cena en una taberna, taberna de comida novedosa y
moderna— se pesa en la báscula con miedo. Sí, yo que no tengo miedo al demonio,
tuve miedo a los números digitales que se vacilaban velozmente hasta fijar una
sentencia definitiva: 86,3 kg.
Hay 86,3 kg. de padre Fortea, el resto es ropa o
libros en su cabeza. Así que con optimismo he almorzado hipocalóricamente. A la
espera de alguna otra buena noticia mañana. Me conformo con poco. Si pierdo
otros 100 gramos, tal vez me anime a escribir el libro titulado “Cómo hacer
perder peso a los cabildos”.
Por lo demás, me he pasado la mañana corrigiendo
erratas en Las leyes del infierno. La cuestión sobre la condenación de
Judas está cambiada y mejorada.
He firmado un contrato para la impresión de toda la
colección de libros sobre el demonio. Cuando los vea todos juntos en mi salón
de estar, seguro que tendré que confesarme de soberbia al día siguiente. Pero prefiero
ser soberbio a gordo.