El obispo Barrón, auxiliar de Los Ángeles ha comenzado una cruzada, eso
dicen, contra el tradicionalismo entre los católicos. Totalmente de acuerdo con el obispo. Le apoyo decididamente. Pensar
que más tradicionalismo es ser más católico es un error. A más tradicionalismo,
más catolicidad: ese es el error.
El tradicionalismo obliga a asumir como inamovible lo que no lo es.
El tradicionalismo muestra una tendencia clara a la uniformidad de
pensamiento. En la Iglesia hay una lícita evolución. El tradicionalismo es una
sequía intelectual que agosta todo brote de cambio positivo.
El tradicionalismo implica el estudio ideologizado de la historia, promueve
la división, promueve la condena de los que ellos consideran “tibios”.
El tradicionalismo, como mínimo, acaba en un rigorismo o total o parcial.
Cierto que estamos en contra del indiferentismo y de la herejía. Pero la
solución no es el tradicionalismo.
Cuando uno estudia en profundidad lo que supuso el fariseísmo, —una de las
realidades contemporáneas a Jesús más estudiadas—, resulta difícil no ver los
paralelismos entre la mentalidad farisea y la tradicionalista.
Prefiero mil veces la sencillez de monseñor Elder Cámara que no todas las
puntillas lefevbristas.
Cierto que el modernismo es el gran peligro, hoy día de la Iglesia, un modernismo
con características muy precisas (ha evolucionado respecto a la época de san
Pío X), pero la solución frente a ese peligro no es una artereosclerosis
teológica. En el cuerpo humano, lo mismo que en el cuerpo de la Iglesia, las
arterias sanas son flexibles y elásticas. Hay una flexibilidad teológica que
nada tiene que ver con el indiferentismo. Pero lo mismo que las paredes de las
arterias se pueden endurecer, también se puede endurecer el pensamiento intelectual.
Hoy día hay una reacción autoinmune nefasta frente al modernismo. Una reacción
que causa tanto daño como lo que intenta neutralizar.
Cada vez que oigo críticas contra los documentos del Concilio Vaticano II
me pregunto si se dan cuenta de que era un concilio universal.