Cambiando de tema y de conejitos, como ya os
dije, el jueves acabé la novela. Si ese libro lo hubiera escrito en los años
70, es el típico libro que me hubiera cambiado la vida. Habría invitado a seis
o siete amigos a una cena en un buen restaurante. Hubiera sido una cena de
celebración. No con mucha gente alrededor de la mesa, la conveniente para
charlar cómodamente, para alegrarnos de que ya solo quedaba sentarse y esperar
que el libro eclosionase y se viese en los escaparates de las librerías.
Si no hubiera
sido sacerdote, me hubiera ido con alguien a un viaje al extranjero. Un viaje
de merecido descanso. Quizá el norte de Francia o un recorrido tranquilo por
Gales. Los grandes escritores daban la vuelta al mundo. Yo me hubiera
conformado con recorrer en coche la Normandía. En esa época, no existía el
coronavirus.
Si este libro
se hubiera publicado en los años en que hacían furor Juliano el Apóstata
de Gore Vidal, Memorias de Adriano de Yourcenar, Yo, Claudio de Robert
Graves, entra dentro de lo posible que los beneficios por derechos me hubieran
dado para vivir magníficamente durante diez años. Conozco autores que con un
solo libro pudieron vivir principescamente toda la vida.
Sí, escribiendo
se ganaba mucho dinero. ¡Ganaban hasta los autores de sociología! Lo cual hoy
día parece bastante difícil de creer. Y ya no digamos nada de otro tipo de
libros. Por todas partes recuerdo haber visto a Daniken, a Alvin Tofler (La
tercera ola), Asimov podría haber construido una casa con lingotes de oro
en vez de ladrillos (hipérbole).
Si hasta los
libros aburridos de ensayo daban beneficios, ya no digamos nada si se trataba
de novela histórica. Los beneficios de cualquier editorial mediana, en esa época,
eran bastante grandes. Las editoriales buscaban autores, el negocio era
rentable, todavía no había llegado el VHS. Había una cadena de televisión.
Aunque, nominalmente, existía el UHF. Sí, la llamábamos así en casa, no segunda
cadena.
El mismo libro,
el mismo trabajo, y una situación tan radicalmente distinta. También se vendían
muchísimos libros de espías. John Lecarré podría haber puesto los marcos de las
puertas de su casa de marfil si hubiera querido. Todavía no estaba prohibido el
comercio de colmillos. El Padrino vendió nueve millones de ejemplares, antes de
la película. Once millones más después de la película. Y, probablemente, estos
datos solo son del mercado de Estados Unidos. Al cambio, hay que contar con la
inflacción, imaginad que gana un euro por ejemplar. Sí, once millones de euros
dan para vivir unos cuantos años.
Sería tan
bonito si yo pudiera decir: “Con mi novela sobre Pablo, he construido una
catedral nueva en Madrid, no me gustaba la que había. Una abadía, no había en
mi monasterio. Y he construido una torre renacentista en la residencia de mi
obispo. Vivo en ella, pero cuando muera, quedará para la diócesis”.