La Iglesia debe
preocuparse también de los pecados contra la libertad. Y así lo hace. La
defensa de la democracia es un asunto que incumbe a la moral. La política es
ya, sin embargo, otra cosa totalmente distinta: son las discusiones partidistas
acerca cuestiones concretas opinables. En eso, la Iglesia no entra en banderías
humanas, en partidismos particularistas.
La Iglesia se
preocupa de la libertad allí donde es libre. Por supuesto que en donde no es libre
no va a estrellarse de cabeza contra una pared.
A veces acusan
a la Santa Sede de consentir con su silencio, de hacerse cómplice, de pecar por
omisión. Los hoy día siempre se quejan de eso son injustos. Es muy fácil reivindicar
la libertad en un país oprimido desde la seguridad de un palazzo de Roma.
Uno se llena la boca con discursos y después sufren las represalias los obispos
y sacerdotes de ese población-rehén.
El Vaticano,
muchas veces, calla porque es lo que se debe hacer. Lo reprobable sería hablar con
desparpajo y dejar que otros paguen la factura. Unos se hinchan a comer en el
banquete de la libertad y otros “hambrientos de derechos” pagarán la factura.
No, la
postura de la Santa Sede no solo no es inmoral, sino que sigue la postura de
Nuestro Maestro en su relación con el César, el tetrarca o el procurador
romano. Postura que después continuó Pablo o Pedro en sus cartas.