Como bien
sabéis los que seguís mis pequeñas locuras en este blog, llevo tiempo pensando
que la democracia requiere una estética adicional que se la puede proporcionar
una monarquía constitucional. Una monarquía radicalmente
desprovista de poderes, por pequeños que sean y cuya
única función sea protocolaria: representar la nación española.
Una monarquía
cuyo rey fuera elegido por el senado y que tuviera un consejo real (también
elegido por el senado) para aconsejar (con discreción y firmeza) qué debe y qué
no debe hacer una figura institucional como esta.
Mi visión
de la monarquía es enteramente republicana. El rey pasa
a ser un funcionario. En lo que propongo, el rey es alguien encargado de un escenario ceremonial que es el palacio real. Función protocolaría que se realiza, en
realidad, a mayor gloria de la república.
Ex cursus: ¿No sería bonito ver una reconstrucción perfecta de lo
que era la corte del Dalai Lama en el Tibet?
La política divide,
la lucha entre partidos crispa. Esta figura del monarca paternal, consolidada
durante decenios, sería una figura que aunaría, que inspiraría unidad.
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El problema,
el gran problema que veo a esta figura, es que si el senado escoge para el
puesto a una persona de gran valor personal (pues ya no sería una función hereditaria), es decir, si escoge a
un catedrático de Derecho o de Historia, con majestuosa
presencia física, con cualidades intelectuales y sociales; y
esta figura se consolida durante quince o veinte años; entonces, va a ser muy
difícil que esta persona no ejerza una función intrusiva en la política de la
nación.
Reconozco que
es una figura que podría funcionar tan bien que, precisamente, su éxito se
podría convertir en su mayor problema. He tenido hoy una larga, larguísima conversación,
con un amigo politólogo y él no ve solución a este peligro.