Ese quinto día del viaje, partimos hacia Kaymakli.
Allí había una “ciudad subterránea”, excavada en la roca volcánica, una roca de
poca dureza que se pica muy bien. En realidad, no se trata de una verdadera
ciudad, sino de un laberinto de cámaras, lleno de almacenes, donde los
habitantes se refugiaban en caso de necesidad. Ya nos lo dijo nuestro guía,
Omar, que no podían bajar las personas que sufrieran claustrofobia. Había
pasillos estrechísimos donde había que caminar completamente encorvado y en
cuclillas, con el espacio justo para que pasara mi cuerpo. Ese tipo de pasillos
había que recorrerlos así durante medio minutos unos, durante un minuto otros.
Aquello seguro que hubiera sido insoportable para cualquier persona que no
aguante los lugares estrechos cerrados. Varias personas de nuestro grupo, por
asma o por problemas en las rodillas, no entraron. El guía no había exagerado,
aquello era angosto. Y había cuatro niveles, aunque nosotros nos movimos solo
por los dos primeros.
Seguirá mañana.