Sermones en vídeo

martes, octubre 12, 2021

Y llegué a la época en que comencé a leer Astérix

 

Poco a poco, me fui introduciendo en Astérix. Qué magníficos comics, que lujo de dibujos, que historias tan buenas. Obélix y compañía fue mi título favorito. Pero a mis trece años mi capacidad para involucrarme totalmente en la historia había disminuido. Un adolescente no se mete en un relato de forma tan perfecta como un niño de seis años. Con el tiempo descubriría que la edad no haría más acentuar este hecho.

Si bien recuerdo películas en las que me introduje tanto como en los primeros momentos de mi vida en mis tebeos: Un hombre para la eternidad, Becket, Pleasantville, American Beauty... Hasta los treinta años, todavía recuerdo haberme sumergido completamente en alguna película. Después la lejanía con la obra se fue acentuando. Uno se convierte en el espectador de un museo que contempla la obra. Se trata de un placer estético, no de aquel placer absoluto. El ojo se vuelve más crítico. Viendo una escena vemos más cosas que hace treinta años.

Eso les pasa a los directores. Ya no pueden ver una escena sin ser conscientes de dónde se ha colocado la cámara y cómo se ha manejado la iluminación. Hace unos días hablé con una persona que estudió arte dramático y me comentaba que, cuando ve una película, no puede evitar fijarse en cómo entra un personaje en escena o cómo ha decidido mover las manos.

Siento una cierta pena por este haber perdido la sencilla mirada de niño, pero resultaba inevitable. Por otra parte, si escribes, pierdes esa forma cándida de ver las cosas. Las bambalinas, la tramoya, aunque estén ocultas, las ves, las supones, las percibes.