Poco a poco, me fui introduciendo en Astérix. Qué magníficos
comics, que lujo de dibujos, que historias tan buenas. Obélix y compañía fue mi título favorito. Pero a mis trece años mi
capacidad para involucrarme totalmente en la historia había disminuido. Un adolescente
no se mete en un relato de forma tan perfecta como un niño de seis años. Con el
tiempo descubriría que la edad no haría más acentuar este hecho.
Si bien recuerdo películas en las que me introduje
tanto como en los primeros momentos de mi vida en mis tebeos: Un hombre para
la eternidad, Becket, Pleasantville, American Beauty... Hasta los treinta
años, todavía recuerdo haberme sumergido completamente en alguna película. Después
la lejanía con la obra se fue acentuando. Uno se convierte en el espectador de
un museo que contempla la obra. Se trata de un placer estético, no de aquel
placer absoluto. El ojo se vuelve más crítico. Viendo una escena vemos más
cosas que hace treinta años.
Eso les pasa a los directores. Ya no pueden ver una
escena sin ser conscientes de dónde se ha colocado la cámara y cómo se ha
manejado la iluminación. Hace unos días hablé con una persona que estudió arte
dramático y me comentaba que, cuando ve una película, no puede evitar fijarse
en cómo entra un personaje en escena o cómo ha decidido mover las manos.
Siento una cierta pena por este haber perdido la sencilla
mirada de niño, pero resultaba inevitable. Por otra parte, si escribes, pierdes
esa forma cándida de ver las cosas. Las bambalinas, la tramoya, aunque estén
ocultas, las ves, las supones, las percibes.