Sermones en vídeo

viernes, abril 01, 2022

Haciendo recuerdos propios de la vejez

 

He hecho memoria tratando de recordar a quién pondría en la lista de las mejores personas que han pasado por mi vida. Cuatro resaltan en las páginas ya escritas de mi existencia.

—Una señora que no puede orar más por mí desde hace muchos años. Su espíritu me ha acompañado y me acompaña como un verdadero ángel de la guarda. Es un escudo espiritual.

—Una médica que fue una presencia constante durante muchos años. Su amistad lo que buscaba
era mi presencia y no pretendía nada más. Su presencia era afecto, lealtad, simpatía en estado puro. Afecto de amistad y solo de amistad, pero amistad perfecta que no espera nada, que solo da, que se conforma con estar con la otra persona. Tras unos ocho años esa amistad se fue apagando por parte de ella. Estoy seguro de que no por culpa mía. Hice lo que pude por mantener esa relación. No hubo ninguna gran razón. Simplemente se fue enfriando con lentitud a pesar de mis esfuerzos.

—Un amigo que viene de los lejanos años de mi adolescencia, al ponerse al teléfono, sigue siendo una voz en la que puedo confiar, siempre optimista; pero, sobre todo, desbordante de bondad sin la mezcla del menor sentimiento oscuro. Yo hablaría con él mucho más a menudo. Pero él se siente cómodo solo una vez al mes.

—En cada una de las tres parroquias en las que he pasado, siempre hubo una madre que me apoyó y que se convirtió en impagable fuente de consejo. Las denomino a las tres “madres” pues por la edad hubieran podido serlo. Pero por encima de ellas hubo una cuarta madre que se merece ese calificativo en grado mucho mayor. Era la madre de una persona a la que ayudé con el tema de la posesión y que me llamaba cada semana un largo rato. Me adoptó como verdadero hijo. Esta amistad también entró en hibernación tras siete años: los celos hacia otra persona, el malmeter de un tercero y, sí, las malas decisiones de ella misma.

Después de toda una vida, cuatro personas. Cuatro que resaltan entre todas. Otros individuos, sin duda, se hubieran convertido en grandes amistades de no haber mediado grandes distancias, un océano entero. Algunos de estos individuos me considerarán altivo por no haber secundado sus invitaciones. Pero para mí la amistad es ir a su casa, pasear, comer juntos, salir de excursión al campo, visitar otra ciudad o un museo.

Me da muchísima tristeza pensar en las amistades que se han mustiado, pero a estas alturas de la vida ya acepto lo efímero de las cosas. Incluso las mejores personas no llenan nuestras expectativas. Así ha sido siempre en la historia y seguirá siéndolo. Las excepciones no deben hacernos olvidar que esta es la ley de la vida. La mejor amistad, la que más hace felices a dos personas o a un grupito de cuatro o cinco, tiene vida solo por unos años. Después se irá desvaneciendo, se irá enfriando. Quedará el recuerdo de los buenos momentos, de las risas, de los días dichosos en el campo.

Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo:

Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder;

su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar.

Su tiempo el rasgar, y su tiempo el coser;

su tiempo el callar, y su tiempo el hablar.

Comprendo que no hay para el hombre más felicidad que alegrarse y buscar el bienestar en su vida.

Y que todo hombre coma y beba y disfrute bien en medio de sus fatigas, eso es don de Dios.

Lo que es, ya antes fue; lo que será, ya es. Y Dios restaura lo pasado.