He hecho memoria tratando de
recordar a quién pondría en la lista de las mejores personas que han pasado por
mi vida. Cuatro resaltan en las páginas ya escritas de mi existencia.
—Una señora que no puede orar más
por mí desde hace muchos años. Su espíritu me ha acompañado y me acompaña como
un verdadero ángel de la guarda. Es un escudo
espiritual.
—Una médica que fue una presencia
constante durante muchos años. Su amistad lo que buscaba
era mi presencia y no
pretendía nada más. Su presencia era afecto,
lealtad, simpatía en estado puro. Afecto de amistad y solo de amistad, pero
amistad perfecta que no espera nada, que solo da, que se conforma con estar con
la otra persona. Tras unos ocho años esa amistad se fue apagando por parte de
ella. Estoy seguro de que no por culpa mía. Hice lo que pude por mantener esa
relación. No hubo ninguna gran razón. Simplemente se fue enfriando con lentitud
a pesar de mis esfuerzos.
—Un amigo que viene de los lejanos
años de mi adolescencia, al ponerse al teléfono, sigue siendo una voz en la que
puedo confiar, siempre optimista; pero, sobre todo, desbordante de bondad sin la mezcla del menor sentimiento oscuro. Yo hablaría
con él mucho más a menudo. Pero él se siente cómodo solo una vez al mes.
—En cada una de las tres parroquias
en las que he pasado, siempre hubo una madre que me apoyó y que se convirtió en
impagable fuente de consejo. Las denomino a las tres “madres” pues por la edad
hubieran podido serlo. Pero por encima de ellas hubo una cuarta madre que se merece ese calificativo en grado mucho
mayor. Era la madre de una persona a la que ayudé con el tema de la posesión y
que me llamaba cada semana un largo rato. Me adoptó como verdadero hijo. Esta amistad
también entró en hibernación tras siete años: los celos hacia otra persona, el
malmeter de un tercero y, sí, las malas decisiones de ella misma.
Después de toda una vida, cuatro
personas. Cuatro que resaltan entre todas. Otros individuos, sin duda, se
hubieran convertido en grandes amistades de no haber mediado grandes distancias,
un océano entero. Algunos de estos individuos me considerarán altivo por no
haber secundado sus invitaciones. Pero para mí la amistad es ir a su casa,
pasear, comer juntos, salir de excursión al campo, visitar otra ciudad o un
museo.
Me da muchísima tristeza pensar en
las amistades que se han mustiado, pero a estas alturas de la vida ya acepto lo
efímero de las cosas. Incluso las mejores personas no llenan nuestras expectativas.
Así ha sido siempre en la historia y seguirá siéndolo. Las excepciones no deben
hacernos olvidar que esta es la ley de la vida. La mejor amistad, la que más
hace felices a dos personas o a un grupito de cuatro o cinco, tiene vida solo
por unos años. Después se irá desvaneciendo, se irá enfriando. Quedará el recuerdo
de los buenos momentos, de las risas, de los días dichosos en el campo.
Todo tiene
su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo:
Su tiempo el
buscar, y su tiempo el perder;
su tiempo el
guardar, y su tiempo el tirar.
Su tiempo el
rasgar, y su tiempo el coser;
su tiempo el
callar, y su tiempo el hablar.
Comprendo
que no hay para el hombre más felicidad que alegrarse y buscar el bienestar en
su vida.
Y que todo
hombre coma y beba y disfrute bien en medio de sus fatigas, eso es don de Dios.
Lo que es,
ya antes fue; lo que será, ya es. Y Dios restaura lo pasado.