Ayer un amigo escritor me escribió.
No me extrañó, porque cuando redactaba el post titulado Escribiendo al final
de mis días mi obra definitiva sabía que él era el único, entre todos los
lectores, para el que todo resultaba familiar de aquel marco del que yo hablaba.
Él había probado muchas veces la calsotada, la escalivada y pudo ser testigo de
aquel mundo que tenía más en común con el agro romano que con la Aldea Global.
Sí, él y yo fuimos los últimos que vivimos en un mundo esencialmente inalterado.
La existencia, la mentalidad, las costumbres de mis abuelos y los suyos se
parecían más a la vida de los campesinos de la república romana que a la
existencia que llevaron sus nietos. La irrupción de la televisión cambió la
mentalidad. Sus nietos conocerían mejor el folclore anglosajón que el de sus
antepasados; habrían escuchado hablar mucho de Ricardo Corazón de León o de Braveheart,
y nada de Jaime I el Conquistador o Ramiro I el Monje. Canterbury y Boston les
resultarían más conocidos que la comarca vecina. Los que vivían en la ribera de
esos ríos en 1980 ya moraban en otro mundo mental, con otros intereses, otras
fantasías, otros ideales; y los nietos ya eran unos completos desconocidos que
moraban en esquemas mentales incomprensibles.
En casa de mi abuelo se prensaba el
aceite y la uva, se producía vino, ¡se cardaba la lana!, se salaban jamones, se
retocaban las herraduras en la fragua (mi abuelo era también herrero) y se
afilaban los arados. En la época de mi madre los segadores volvían cantando jotas
al atardecer después de una jornada de hoz y rastrillo. El lavadero o el horno
de pan comunitario eran realidades cotidianas que vivió mi madre y mis tíos.
Los cuales, al acabar el día, se congregaban en un viejo hogar con campana en
el techo e inmensa olla de cobre colgada en el centro de varias cadenas. Aunque
tengo la duda si ya existía la llamada “cocina económica” cuando ellas ya
habían nacido. Se trataba de un inmenso armatoste de hierro con muchos
cajoncitos, con un gran corazón donde ardía la leña.
Mis abuelos y sus hijos reunidos en torno
al fuego tenían más en común con los umbros y los sabinos que con su nieto
visionando Matrix o American Beauty.
Ese mundo navarro, oscense o de la Cataluña
profunda desapareció, ya no existe. Era inevitable no ya que evolucionase, sino
que desapareciese. Pero fue un mundo que se mantuvo en esencia igual durante
más de dos mil años. Mi amigo escritor, otros y yo tuvimos la suerte de verlo mientras
se desvanecía en el plazo de cuarenta años. Sus habitantes, en esos cuarenta
años (desde el final de los años 60 y el comienzo de los años 70), tuvieron la
sensación y la evidencia de que todo estaba cambiando a su alrededor, y no se engañaban.
En la casa de mis abuelos no había un solo sillón, sino bancos y pollos; es
decir, en cocina y en el hogar había bancos de ladrillo encalado y con cojines
que formaban un cuerpo con la pared. Había una vieja inmensa radio antiquísima,
nunca hubo televisión. En el pueblo no había médico y la gente no tenía automóvil;
aun así, la gente, como norma general, solía vivir hasta los 70 y 80 años. Al
médico de Alquézar se le solía llamar, más bien, para ejercer de notario del
estadio previo a la muerte. Me acuerdo de niño del temor que existía a “morir
rabiando”. Se nacía en casa y se moría en ella. Unas casas todas ellas que no
tenían menos de 500 metros cuadrados sin contar el corral. Todas con bodega y
un desván (la “falsa” así se llamaba en Huesca) que hacía las delicias de mi
infancia exploradora.
Un día encontré un baúl que ni mi madre conocía de su existencia. Dentro había todo tipo de objetos antiguos: entre otras cosas un retrato de Alfonso XIII, un marco de bronce con mechones y trenzas de mis bisabuelos y abuelos.