Celebrar la nochebuena en
El Pilar y la misa de Navidad en la Catedral de La Seo ha sido un regalo de
Dios para este año, tras nueve años sin poder hacerlo en estas fechas.
Cuánto ayuda a la meditación del episodio del Nacimiento orar en un templo grandioso en el que todo favorece la adoración, cuánto ayuda una liturgia pontifical cuidada, esmerada en todos sus detalles, una música inmejorable… En fin, todo me ha llevado en esos dos templos a lo que quería: adorar. Meditar a solas en mi oración personal, adorar con todos los presentes en el culto público. Los miembros antiguos del cabildo y los nuevos me han recibido con sincera hospitalidad. Me he alegrado de volverlos a saludar. También he conocido al nuevo deán y al nuevo vicario general.
Ayer concelebré teniendo a mi lado a don Félix. Este sacerdote, a
pesar de su edad que debe andar cerca de los 70 años, vivió la misa de
nochebuena con tanto amor a Dios que me lo contagió. Digo lo de la edad porque
lo humano sería la rutina, el acostumbramiento, pero él vivió la liturgia con
un fervor que me edificó.
El Pilar es mucho más que
el edificio, que sus preciosas cruces de altar de plata o que su retablo gótico.
El clero que labora en ese templo es un verdadero tesoro.
Ojalá que cada ciudad de 500
000 habitantes tuviera un templo de esta envergadura tan bien atendido, con un
culto tan sobresaliente, tan perfecto. Ojalá que cada ciudad de ese tamaño tuviera un corazón como lo es esa basílica.