Como ya dije en otro
momento, la cátedra, precisamente por su carácter sacro, debe evitar totalmente
parecer un trono, y menos todavía un trono mundano, lujoso, recargado de
elementos que sean una afirmación del yo. Tampoco me gustan las sedes inmensas,
con respaldos altísimos, doseles. Tampoco suele ser muy feliz la imagen del
obispo con un cuadro sobre su cabeza, un cuadro con su escudo colgado encima de
un fondo de terciopelo.
La cátedra debe expresar
sacralidad, pero con una cierta sencillez. Debe expresar más la continuidad con
los predecesores que una exaltación del yo. Alguien me dirá que sí que puede
expresar muchas cosas un simple asiento. Pues sí, un simple asiento puede
expresar muchas cosas y con muchos matices; y, además, lo seguirá haciendo
durante siglos. Por eso, la misma sede debe ser una obra de arte en consonancia
con la obra de arte total que es el templo catedralicio. Ya que no es raro
encontrar cátedras estéticamente desconectadas del entorno en el que se las
sitúa.