Hace unas semanas, un
geco entró en mi casa. El pobre animalito vive acompañado de una leyenda que le
culpa de comerse la ropa. Conocedor de la falsedad de tal acusación, decidí
dejarle corretear libremente por mi piso. Lo cierto es que ya me ha dado varios
sustos. Cuando menos te lo esperas, aparece por una pared. Tuve mis dudas de si
salón de estar y dos habitaciones serían un hábitat suficiente para alimentar a
una salamanquesa, pero es un hecho que no ha muerto de hambre. Me parece que,
además de una dieta de pequeños insectos, esta salamanquesa debe comerse alguna
que otra miguita de pan.
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Antes de ayer, tras la
cena, quise escuchar unas cuantas páginas de Memorias de Adriano en Youtube. Desgraciadamente, solo había un
audiolibro, y la voz del joven hispanoamericano no encajaba para nada,
absolutamente para nada, en la personalidad de Publio Elio Adriano. No me
lograba meter en el texto de ninguna manera.
Recuerdo el primer día
que comencé a leer esas memorias. Aquella primera página, sentado en una larga
mesa de la biblioteca municipal de Barbastro. ¡Qué impresión! No me podía creer
la belleza y la elegancia que desprendían esas páginas. Solo El nombre de la rosa y La Regenta me han fascinado como la obra
de Yourcenar.
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Revisando mi Paulus, me he dado cuenta de una
carencia. Hasta la semana pasada no me percaté de algo que no aparece en la
séptima parte de mi novela, la parte dedicada a la estancia del apóstol en
Roma: los graffitis.
No caí en la cuenta de
esta carencia a pesar de llevar años leyendo acerca de esta realidad
insoslayable en las calles de la Urbe. Esta tarde espero poner remedio. Ya no
aparecerá en la versión impresa, en su primera edición. Pero espero que sí en la
segunda, en el caso de que se dé.
Ya me pertrechado de un
magnífico artículo para añadir este elemento urbano en mi recorrido paulino. Además,
estoy seguro de que va a ser un placer leer ese artículo, que comentaré el
próximo día.