Hoy no ha habido novedades notables en el mundo: no se
ha quemado ninguna catedral, según la báscula he perdido algo de peso, hace un
día soleado; Putin se ha levantado, como cada mañana a gobernar Rusia; Trump
sigue afincado en la Casa Blanca, la
cotización del euro ha subido una centésima, he almorzado pan con tomate y aguacate;
hoy, al ser solemnidad, no regía la ley de la abstinencia, y veo el mundo con “optimismo
satisfactorio”, sea lo que sea que esto signifique.
He revisado el texto de hace unos días en que ofrecía
yo algunas propuestas para hacer más magnificentes los pontificales en
cualquier catedral. Yo, pobre monaguillo, sugiriendo grandezas... Pues sí, ¡me
gustaría ver cosas así, como las que describo, en todas las catedrales! Como el
texto ahora está mejor escrito, lo vuelvo a poner debajo de la línea de puntos.
Si me he tomado la molestia de repensarlo y
completarlo con mimo es porque estoy convencido de que, en algún lugar del
mundo —quizá en una catedral de Brasil, de Uruguay o quién sabe dónde—, antes o después, habrá a quien le guste y tome ideas,
aunque no lo lleve a cabo integralmente. Antes o después, alguien lo pondrá en
práctica... parcialmente.
Lo que sí que es nuevo en el escrito es la última
parte la que pongo bajo el epígrafe “Algunos últimos detalles”. Os pido que le echéis una hojeada, está al final de este post.
La Misa Magna
Tengo varios
escritos acerca de cómo organizar solemnes ceremonias en inmensas catedrales.
El presente escrito trata de sugerir cómo organizar una gran misa en una
catedral normal, pequeña o grande, con muchos o pocos sacerdotes
concelebrantes.
Todo es poco
para Dios. La misa en un pueblecito pequeño recuerda a Jesús con sus doce
apóstoles, tiene un aire familiar, sencillo, espontáneo. Eso es bonito. Se
presta a la cercanía. El laico se sitúa cerca del altar y del celebrante, como
si uno fuera un discípulo que es invitado a participar a la cena pascual con
Jesús. Eso es lo normal en las parroquias pequeñas y tiene su belleza y su
sentido.
Ahora bien,
la catedral debería contar no con el mismo formato litúrgico de la iglesia
pequeña solo que trasladado a una iglesia más grande, sino que debería tener un
carácter distinto y específico. La catedral la veo como la materialización del
Templo de Jerusalén en la diócesis, el Gran Templo de los ritos de la Nueva
Alianza, como si en esa iglesia fuera una pequeña nueva Jerusalén. La catedral tiene
que ser la madre de los templos sobre los que ejerce su primacía y su liturgia
debería ser esencialmente más magnificente.
El párroco
de un pequeño pueblo ejerce las funciones litúrgicas sacerdotales para su grey.
El obispo debe ejercer como sumo sacerdote con ceremonias que solo están al
alcance de templo donde está situada la sagrada cátedra, la sede episcopal. Se
equivoca el que cree que la catedral es una iglesia normal, solo que más
grande. Y que el obispo ejerce como cualquier otro sacerdote, solo que con
presencia de más Pueblo. El obispo no tiene más potestad sobre el Pan y el Vino
consagrados que los que tiene cualquier presbítero, pero sí que ejerce un sumo
sacerdocio.
En las
sugerencias que siguen, voy a ser muy concreto para indicar cómo organizaría yo
la gran liturgia de una magna misa. Pero, por supuesto, cada obispo organizará
las cosas como crea conveniente, tomando lo que vea conveniente de estas
sugerencias y dejando lo que no vea conveniente.
Antes de la
misa
La recepción
al obispo tendrá lugar en el portón de entrada de la catedral. El cabildo le
recibirá con hábito coral y le acompañará a la Capilla del Santísimo
Sacramento. El obispo podrá quedarse allí a orar un rato antes de la misa o, si
lo prefiere, se retirará a la capilla donde se va a revestir, para orar con más
intimidad.
En una
capilla, se dispondrán todos los ornamentos episcopales en una mesa, de tal
manera que sea visible la grandeza del episcopado. Dos diáconos le revestirán,
mientras un tercero recita las oraciones para cada paramento.
Las vestiduras
del clero y acólitos
En el campo
de las vestiduras, yo propondría el siguiente orden armónico, téngase en cuenta
que es solo una propuesta: El obispo revestido con una casulla cónica, muy amplia. Dado que esta misa magna quiere tener
el grado máximo de solemnidad, sería muy aconsejable que el obispo fuera
revestido con tunicela bajo la casulla, con chirotecas y calzado litúrgico. Con
un anillo para cuando lleve las quirotecas y otro para cuando se las quite. Y que
el báculo fuera una perfecta expresión de la grandeza de la autoridad
episcopal. Cuando el obispo viaja fuera de la catedral, puede usar báculos más sencillos.
Pero esta misa magna se presta a usar báculos que sean verdaderas obras de
arte.
También
sería bueno usar una crux pretiosa,
una cruz pectoral especialmente rica con piedras semipreciosas. La crux simplex sería la que llevaría
ordinariamente y esta otra cruz (con cordón) se reservaría para estas
ocasiones. Todo esto no son detalles sin importancia, sino modos de honrar a
Dios.
Acompañado
por doce concelebrantes revestidos con casullas
góticas. Veinticuatro sacerdotes concelebran revestidos con alba y estola. El resto de sacerdotes
con sotana y roquete. La variedad de
vestiduras engrandece la liturgia. Esto es más bello que el hecho de que todos
los sacerdotes vayan revestidos de igual modo.
Los
canónigos con sus hábitos corales y
los acólitos con alba. Los miembros
de la curia y los arciprestes podrían ir revestidos con capas pluviales y sentarse enfrente de los canónigos, para mantener
la simetría. Buscando con esta variedad de vestiduras la belleza de las
ceremonias para la gloria de Dios.
Se intentará
que haya siete diáconos revestidos con dalmáticas
en el presbiterio, el resto de diáconos (junto a los sacerdotes revestidos con
alba) irán revestidos con alba y estola cruzada.
Algunos
cambios
Los grandes
pontificales catedralicios los veo como un recorrido en el que el sumo
sacerdote va penetrando hacia dentro del Templo, hacia el corazón de la
celebración, hacia el sancta sanctorum
que es el Sagrado Cuerpo y la Sagrada Sangre. Me gustaría proponer una
ceremonia con algunos poquísimos cambios que para que se pudieran realizar deben
ser autorizados por la Congregación para el Culto Divino. Mientras no se tenga
esa autorización, casi toda la ceremonia se puede realizar tal cual la describo,
pues casi todo se puede realizar sin separarse lo más mínimo de los ritos
vigentes. Me atrevo a
sugerir unos pocos cambios, mínimos, en el momento de las ofrendas. Todos los
fieles podemos sugerir. Ahora bien, únicamente la Sede Romana tiene potestad
para autorizar cambios en los ritos.
Ritos
iniciales
Los ritos
iniciales pueden tener lugar en una nave lateral, con todos de pie: con el
clero dispuesto en grupo alrededor de un crucifijo de tamaño natural. El Pueblo
rodeará al clero y al crucifijo que estará situado en el mismo centro de esa
nave lateral. El obispo se colocará frente al crucifijo, el clero rodeando la
cruz.
Durante el
canto del Gloria (y si no, de los kyries) el clero se dirige en procesión a la
otra nave lateral. El clero se va situando en los lugares de sus asientos,
aunque sin sentarse. El obispo se vuelve y mirando hacia el Pueblo que le ha
seguido procesionalmente hace la oración colecta. Se vuelve hacia el Pueblo
porque es como si recogiera sus peticiones personales en esa colecta. Después
se dirige a su asiento en esa nave lateral.
Liturgia de
la Palabra
El clero y
el Pueblo se sientan congregados alrededor de una gran biblia, una biblia de
grandes dimensiones, mejor con letras iniciales e iluminaciones que los fieles
puedan ver como una materialización de la nobleza de las Escrituras. Una Biblia
que pueda ser tocada y hojeada.
Los asientos
están colocados alrededor de ese centro que es el Libro. Allí tiene lugar la
Liturgia de la Palabra y la homilía. Los cuatro lectores: primera lectura,
salmo, segunda lectura y evangelio leen situándose alrededor de ese libro. Un acólito
les sostendrá el leccionario, colocándose cada vez en un punto cardinal.
Esta liturgia de la Palabra también puede
tener lugar en el coro de los canónigos si el coro está situado fuera del
presbiterio.
La invitación
inicial de la oración de los fieles se hace en mismo lugar donde se ha recitado
la oración colecta. Mientras por los altavoces resuena la oración de los
fieles, el clero se dirige en procesión hacia el presbiterio. La oración
conclusiva tiene lugar en la mitad de la nave central.
Liturgia eucarística
Acabada esta
oración conclusiva de la oración de los fieles, varios acólitos encienden sin
ninguna prisa las velas del altar mayor. Desde antes que comenzara la misa, han
estado encendidos los siete cirios del altar. Pero ahora es cuando se encienden
todas las velas menores que, como ornato, se sitúan sobre el altar y en el
presbiterio. Es bueno que la zona del altar reine una cierta penumbra para que
resalte la luz de las cuarenta o cincuenta velas.
Desde que ha
acabado la oración de los fieles, el obispo y el clero se dirigen hacia el
presbiterio, mientras dos diáconos preparan todos los dones sobre el altar. El
altar es preparado durante ese trecho procesional, para ahorrar tiempo, para
que la ceremonia no se alargue en exceso.
Dispuestos
los dones sobre el altar, un presbítero los ofrece recitando en voz baja las
fórmulas. También él se encarga de incensar el pan y el vino. El clero llegará
a las primeras gradas del presbiterio cuando estén los dones dispuestos por los
diáconos. El clero se colocará alrededor de esas gradas sin subir. En ese
momento, tiene lugar el lavatorio de las manos. Después, el obispo, que iba al
final de la procesión, se adelanta con los concelebrantes hasta el primer
escalón sin subir.
Entonces el
obispo canta en tono gregoriano la oración de las ofrendas. Lo ideal es que un
acólito le sostenga un libro con las oraciones que sea grande, con letras de
gran tamaño. Un libro con letras iniciales con pan de oro y dibujos. Como el
obispo leerá de espaldas al Pueblo, todos verán la belleza de esas páginas.
Acabada la
oración de las ofrendas, el obispo comenzará a subir los escalones del
presbiterio. El obispo, como un nuevo Moisés, ha orado a Dios antes de comenzar
la ascensión de esa montaña santa, ha orado antes de subir al Calvario. El
obispo y los concelebrantes al llegar al plano del presbiterio recita el
prefacio, todavía sin acercarse al altar: el prefacio como puerta de entrada al
sancta sanctorum.
Estoy muy a
favor de la que coexistan la misa de espaldas al Pueblo y la misa de cara al
Pueblo. Las dos tienen su belleza y sus razones que las amparan. Pero estos
inmensos pontificales solemnes se prestan más a resaltar (y a resaltarlo al
máximo) el aspecto sacrificial, con una misa de espaldas y con el clero
distribuido en distintas gradas: el obispo en lo alto; un poco más abajo del
obispo, dos diáconos con dalmáticas; alrededor del obispo, doce concelebrantes
con casullas. Más atrás, bien dispuestos, el resto del clero: podrían ser los
presbíteros más ancianos los que estén revestidos con alba y estola; el resto
con estola y roquete, situados más lejos que los que concelebran. Los canónigos
con sus hábitos corales estarían situados en un lugar especial a un lado. Al
otro lado, para no romper la simetría, los miembros de la curia con capas
pluviales. El clero se distribuirá armónicamente del modo que se vea más conveniente
según la forma y tamaño del presbiterio.
Mientras se
canta el Sanctus, el obispo, los dos
diáconos y los concelebrantes principales se sitúan ya junto al altar. Ya
estaban en lo alto del presbiterio, de manera que, simplemente, se acercan al
altar. Para que no dé sensación de que todos los sacerdotes están apretados, es
mejor que los doce concelebrantes con casulla se acerquen al altar y que el
resto se sitúe colindantes al presbiterio pero abajo.
Justo antes
de llegar el obispo al altar, un diácono derrama perfume de nardos (u otro
perfume) en cuatro recipientes (pequeños, discretos) colocados en los cuatro
ángulos del altar. Para preparar el ambiente de ese lugar santo con fragancias antes
de la consagración. El obispo continúa con el canon. Dado que la misa se celebra
de espaldas, repito que resultaría muy bello que los presentes pudieran ver un
canon impreso en un gran misal de letras grandes con iniciales doradas y con
dibujos de estilo medieval.
Tras la
consagración, en el suelo, detrás del altar, en el centro, habrá un incensario (con
granos gruesos) para que eche humo durante toda la ceremonia. Se podría usar
mirra en la primera incensación de los dones e incienso de otro tipo tras la
consagración. En cualquier caso, sería bueno que los inciensos fueran distintos
en ambos momentos.
Ojalá que la
Congregación permitiera, en estas misas tan extraordinariamente solemnes, no
solo arrodillarse ante las especies eucarísticas, sino postrarse un minuto o
dos en adoración, en silencio.
Un acólito
se acerca con otro gran libro de letras grandes para que los concelebrantes,
desde sus lugares, reciten las partes del canon que les corresponden, pero sin
tener que acercarse a ningún micrófono, se les escuche o no se les escuche en
el resto del templo.
Justo
después de la doxología, como símbolo de los perfumes de la tumba de Cristo,
otro diácono derrama otro tipo de fragancia (por ejemplo, de rosa o de azucenas
o de lirios) en dos recipientes a ambos lados de la cruz del altar.
Ritos de la
comunión
Todo sigue
normal hasta la comunión. Tras dar la comunión a siete diáconos y acólitos, el
obispo se retira a la sede del ábside a hacer la acción de gracias, mientras se
acaba de dar la comunión a los fieles y después se purifican los vasos.
Ese lugar
más elevado tendría el sentido de ser el Monte Tabor, un lugar donde retirarse
con el Señor. El clero concelebrante conforme acabe de administrar la comunión
se irá sentando a su alrededor. Pero allí donde no haya un ábside más elevado, el
obispo, simplemente, se sentará en la cátedra. Allí, desde su sede, de pie, la recita
oración final e imparte la bendición.
Esta misa,
como se ha visto, tiene el sentido de un ir penetrando a lo más profundo del
templo. La misa como un viaje espacial y espiritual hacia el sancta sanctorum, hacia un altar que es
fuente de luz y que está perfumado por distintos perfumes y varios inciensos.
Después de la misa
Después de
la misa, ya depuestos los ornamentos, debería ser costumbre que el obispo y el
clero se saludaran relajadamente en otro lugar de la catedral: un claustro, una
galería, una sala. Tras una misa, es conveniente que todos tengan la
posibilidad de charlar y que eso se facilite al máximo. No es bueno que,
acabada la misa, todos se marchen dos minutos después o que se marchen en
grupos pequeños. Sería muy bueno ofrecerles un café o unos refrescos. Pero el
encuentro distendido del clero es muy conveniente tras esas ceremonias.
Sería muy de
alabar que cada domingo se celebrase esta misa magna. Aunque únicamente hubiera
un presbítero, un diácono y un acólito revestido con alba; y solo asistieran
cien personas. Todo se puede hacer tal cual lo he descrito, aunque sean tan
pocos asistentes, pero todo se puede realizar con igual dignidad. En una ciudad
de varios cientos de miles de habitantes, tampoco sería un exceso que hubiera
una misa de este tipo cada día.
Algunos últimos
detalles
Una catedral
donde se rezan todas las horas canónicas cada día y se celebra una gran misa
como esta es un modo de honrar a Dios de un modo distinto que en el resto de
templos de la diócesis. También me atrevo a sugerir que, por la mañana, al
abrir la catedral, una persona encienda las seis velas del altar mayor rezando
mientras hace esa operación. Y que esas velas sigan encendidas todo el día,
como lo estaba el candelabro de los siete brazos en el Templo de Jerusalén. En
este caso, no habría una séptima vela, sino el crucifijo del altar. Para que
puedan estar encendidas todo el día sin problemas, los seis candelabros
deberían sostener lámparas de aceite y no velas.
Al atardecer,
cuando la penumbra crece, un servidor de la catedral podría encender varias
velas o lámparas de aceite y colocarlas sobre el altar, para que resaltaran en
la penumbra. Las encendería y las colocaría rezando algunas oraciones.
Se colocarían
entonces. El altar debe estar completamente vacío el resto del día. Solo deben
estar los seis candelabros y la cruz. También el presbiterio del altar mayor
debe estar vacío de sillas y cualquier otro elemento. Allí solo debe estar el
altar con las velas. Un rato antes de cerrar la catedral se procederá a apagar
las velas del altar y las situadas alrededor de él. Operación que se hará haciendo
algunas oraciones.
Si los
fieles ponen muchas velas en la catedral, se podrían recoger algunas para colocar
algunas más sobre el altar a la hora de sexta y algunas más todavía a la hora de
vísperas. Es decir, habría seis candelabros, por ejemplo, de plata y más altos;
y junto a esas habría otras velas menores como ornato, velas situadas
armónicamente sobre el altar. Calculando el grosor de la vela y el plato
situada bajo ella, para que la cera nunca manche los manteles.
También se
podría colocar algo de incienso sobre el altar a alguna otra hora del día o también
siguiendo el ritmo de las horas canónicas, por ejemplo, durante laudes y
vísperas. A esto se añade que si se celebra la misa magna el ara es perfumada.
De manera que el altar mayor de la catedral, cada día aparecería iluminado,
perfumado e incensado. La gloria de Dios resplandecería sobre ese lugar santo,
así como descendía sobre la Tienda de la Reunión.
Es posible
hacer esto en una catedral modesta en una tierra de misión donde solo hay un
sacerdote en la catedral. Por supuesto que sí. Habrá que adaptarlo todo a las
posibilidades del lugar y a sus recursos. Pero, con un solo sacerdote, se puede
hacer.
Recuerdo una
diócesis en la que la catedral no era nada bella y estaba situada en un barrio
sin fieles. No tenía ningún interés turístico y estaba lejos. En un caso en que
se vea imposible resucitar la catedral, es preferible trasferir el culto
catedralicio a una iglesia grande, bonita y con afluencia de fieles. Pero la
diócesis debe contar con un lugar donde se le tribute a la Santísima Trinidad
un culto catedralicio.