No tengo duda de que no pocos habrán captado el
sentido de la música que puse todos estos días. Casualmente la descubrí el
mismo día que escribí la Elegía a Fidel.
Es una música que para mí tiene un sentido clarísimo: el triunfo de Dios.
Me imaginaba a Fidel muriendo y yendo a su oscuro
destino desconocido, y a los coros angélicos desde lo alto contemplando, desde
lo alto, la escena y cantando esta canción. Ya sea que haya ido a una morada u
otra, los coros cantaban con un vigor indescriptible, con una alegría plena, la
victoria de Dios.
Fidel, en cierto modo, es como si hubiera retado a
Dios con su vida. Y ahora, una vez más, los coros ensalzaban extasiados la
gloria del Omnipotente: bien por su salvación, bien por su condenación.
Hay sentimientos que sólo se pueden expresar con
música. ¿Cómo expresar que Dios siempre gana, que no puede hacer otra cosa que
ganar, que nunca hubo el más mínimo riesgo de no ganar?
Dios puede callar, Dios puede dar tiempo, otorgar
oportunidades, retener por un tiempo el castigo, escuchar la intercesión... Pero
hay una cosa que no puede ser Dios: ser débil. Dios es Dios. Y a la hora
marcada, el día determinado, el año que Él conocía perfectamente, su Justicia
actúa de forma inexorable.
La misma Voz que dijo hágase, y aparecieron los cielos, el Universo, las estrellas, dice
ahora hágase, y su Justicia se hace.
Es la misma Voz y es el mismo poder. Su Justicia tiene una característica: es
inexorable. Ante ella no cabe apelación alguna. Su sentencia es el espanto de
los réprobos. ¿Cómo debe ser escuchar de la boca de Dios las palabras: YO te
abomino?