Hay un tema sobre el que, hasta ahora, he querido
mantener silencio: la declaración de independencia del Parlament. Lo hice, ante
todo, porque no me quería meter en cuestiones políticas. ¿Pero esta cuestión de
la independencia tiene implicaciones morales? Sin ninguna duda, sí.
Como preámbulo quiero dejar claro que si un pueblo
conquistado u oprimido quisiera ser independiente con el respaldo del 90% de la
población sería un derecho evidente.
La cosa se complica si un pueblo con esa mayoría
quiere ser independiente sin haber sido oprimido ni invadido. Cataluña ha
participado de las mismas cargas y ventajas que el resto de las regiones
integrantes de España. Cataluña ha participado del proceso de creación de
España en plano de igualdad con respecto a las demás regiones de la península. Uno
puede defender el nacionalismo si lo desea, pero no bajo la premisa de la
opresión. No está más oprimida Edimburgo que Gerona.
La cosa se complica si el apoyo a la independencia no
es cosa de una amplia mayoría, sino sólo de una escasa mayoría. Pero es que ni
eso fue así. Los partidos independentistas dijeron bien claro que las
elecciones catalanas del 2015 serían de
facto un referéndum. Y los resultados dieron unos resultados claros: el
51,7% de los votos fueron a partidos no independentistas.
La mayoría de los catalanes dijeron “no” a la
independencia. Después, por el reparto por circunscripciones ese número de
votos produjo una ligera mayoría de escaños. Muy pequeña, pero suficiente para
tener la mayoría absoluta. Seguir adelante con el procés implicaba avanzar
contra el parecer de la mayoría de los votantes. Había que aferrarse al
reglamento de reparto de escaños para dar la espalda al hecho objetivo de la
manifestación de la voluntad del Pueblo.
Estoy de acuerdo con ambas partes en que no había
posibilidad de diálogo ni de acuerdo: un territorio o es independiente o no lo
es. Llega un momento en que ya no cabe más autonomía y se llega a un límite
máximo en el que o lo uno o lo otro.
Si el gobierno de España hubiera permitido un
referéndum, como sucedió en el Reino Unido, no habría habido ningún problema.
Pero con Moncloa habiendo manifestado su posición de forma absoluta, sólo cabía
el choque de trenes, el choque entre un poder y otro poder, entre una fuerza y
otra fuerza.
A eso se añadió que el Parlament aprobó el referéndum
incumpliendo sus propios reglamentos. La lista de incumplimientos no es breve. Llegó
un momento en que el Consejo de Garantías Estatutarias (el TC catalán) alzó la
voz para advertir por unanimidad de la ilegalidad de los procedimientos
respecto no ya a la Constitución Española sino a la propia legalidad que regía
los procedimientos del Parlament. El escándalo fue tan absoluto que el Letrado
Mayor pidió a la presidenta de la cámara la palabra para dirigirse a los
parlamentarios, para al menos advertirles de la mera cuestión legal. La
presidenta no se lo permitió.
Esa cuestión de los incumplimientos del reglamento
motivó que un parlamentario independentista, Joan Coscubiela, se alzase con un
rotundo llamamiento:
No quiero que mi hijo Daniel viva en un país donde la
mayoría pueda tapar los derechos de los que no piensan como ella.
No importó para nada. La mínima mayoría de escaños
actuó como una apisonadora, produciendo un referéndum cuyos resultados, de
antemano, ya se sabía que no iban a ser la solución a la cuestión. Pero es que
incluso aceptando por buenos los resultados oficiales el resultado era que no
se podía seguir adelante:
El 1 de octubre del 2017 votaron 2.286.217 personas (una participación del 43% del censo). El 'sí' obtuvo
2.044.038 votos (90,2% del voto válido), por 177.547 del 'no' (7,8%)
y 44.913 en blanco (2%). También hubo 19.719 votos nulos.
¿Qué significa esto? Dado que los constitucionalistas
boicotearon al 100% ese referéndum, hay que entender que esos datos del
referéndum reflejan poco más del 50% de los votantes totales del censo.
Dicho de otro modo, los resultados indican que sería
algo más del 22% del electorado total el que estaría a favor de seguir adelante
con el procés. Pero con constatación de que para muchos está claro que no es lo
mismo nacionalismo que soberanismo. Lo cual se vio en que el 7,8% y el 2% de
los nacionalistas no están por seguir esa dirección.
Puigdemont no es el demonio. Debemos evitar a toda
costa demonizar al que no piensa como nosotros. Y porque creo que es un hombre
honesto, se tomó su tiempo en analizar los resultados.
Los resultados no eran satisfactorios. No había amplia
mayoría. Probablemente ni siquiera mayoría en un referéndum normal. Si la
ruptura era por las malas, la economía iba a caer en pánico. Cataluña quedaría
aislada de una Unión Europea que querría hacer de ese nuevo país un ejemplo
para los que quieran seguir por ese camino. Sí, Puigdemont se lo pensó, sin
duda: ¿declaración de independencia, pero suspendiéndola? Pero los que le
empujaron hacia delante volvieron a presionarle y la declaración de
independencia se produjo.
¿Como sacerdote, me parece que este procés es un acto
moralmente neutro? Honestamente, considero que no. La virtud de la prudencia
indica que una ruptura de la legalidad como ésta no estaba justificada. Porque,
una vez que se produce un quebrantamiento tan grande del imperio de la ley, las
cosas se pueden descontrolar. La inmensa mayoría de los nacionalistas son
personas sensatas, honradas, que defienden de un modo pacífico sus ideas. El problema
viene que cuando uno pone en marcha esta maquinaria resulta casi imposible que
mil, dos mil o diez mil jóvenes no se descontrolen. Se abre la caja de los
truenos y después no se puede cerrar. ¿Habrá muertos en barricadas formadas por
los antisistema? Sin ninguna duda, quizá cuatro o cinco, pero los habrá.
Un puñado de muertos, una Cataluña completamente
dividida, una población sembrada de odios, y más personas en el paro que
vivirán de las ayudas durante años. Todo esto podía haberse evitado. Nadie,
moralmente hablando, ha criticado la decisión del ejecutivo escocés con su referéndum.
Uno estará de acuerdo o no, pero moralmente es aceptable. Pero el camino tomado
por el govern, dados los previsibles graves peligros que implica, sí que es
moralmente rechazable. Después no vale decir: “¿Quién sabía que iba a pasar
esto?”, al ver las barricadas y los cócteles molotov.
Se me dirá que no critico a Rajoy por sus decisiones. Yo
no hubiera tomado las decisiones de Rajoy. Pero el Presidente de la nación ha
hecho con Cataluña, lo que un presidente de una Cataluña independiente hubiera
hecho ante una secesión de Gerona. Si hay un choque frontal de trenes, las
fuerzas de seguridad deben estar del lado del Estado de Derecho. Lo contrario
sería el caos.
El Estado español hubiera cedido ante un 70% de población a
favor de la independencia, dijeran lo que dijeran las leyes. Pero con el 50%
esa opción tomada por la Generalitat implicaba arriesgarse a crear graves desórdenes de orden social para nada. Esta partida de ajedrez estaba destinada al fracaso. El problema es que aquí los peones son seres humanos.
Es cierto que si eres de un partido radica de izquierdas siempre abogas por crear una cierta
cantidad de caos para después sentarse a negociar con el Estado. Pero yo ya
sabía, conozco bien este tablero de ajedrez, que cuanto más caos haya, más se
cerrará en banda el Estado.
Hay que rezar para que los capítulos más oscuros de esta
historia no se escriban antes de las próximas elecciones. ¿Es posible un estallido social? Sí. Por eso las decisiones de los gobernantes de la Generalitat han sido moralmente un error. Y por eso escribo como sacerdote, para decir sin ambigüedades que moralmente los riesgos que ha asumido Puigdemont no son aceptables.
La existencia de España no pertenece al Evangelio en el que creo. ¿Pero quién puede declarar la independencia con los votos del 43% del censo? ¿Quién puede hacer eso con tranquilidad de conciencia?
Deseo lo mejor a los catalanes: ¡lo mejor! Y precisamente porque amo a Cataluña, arriesgarse a que esa tierra se inflame en llamas, estando la población dividida al 50%, ha sido un acto moralmente irresponsable.
Deseo lo mejor a los catalanes: ¡lo mejor! Y precisamente porque amo a Cataluña, arriesgarse a que esa tierra se inflame en llamas, estando la población dividida al 50%, ha sido un acto moralmente irresponsable.