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tanto. Durante varios días la he dejado como fondo de pantalla de mi ordenador.
El mismo acto de copiar las Sagradas Escrituras como adoración, como oración,
como reconocimiento de la sacralidad de ese Dios Innombrable.
Como lamento el que no
pocos profesores de facultades teológicas nieguen la inerrancia de la Biblia. La
Tradición del Pueblo de Abraham y del Pueblo de la Nueva Alianza es clara: en
los textos sagrados no hay ni el más pequeño error: ni sobre la fe ni histórico
ni de ningún tipo.
Como enseñó el santo
Concilio Vaticano II:
Pues, como todo lo que
los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar
que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en
las sagradas letras para nuestra salvación.
Las citas de la Tradición
que podría aducir son numerosísimas. Baste una más de León XIII en su carta encíclica
Providentissimus Deus:
Y de tal manera estaban
todos los Padres y Doctores persuadidos de que las divinas Letras, tales cuales
salieron de manos de los hagiógrafos, eran
inmunes de todo error, que por ello se
esforzaron, no menos sutil que religiosamente, en componer entre sí y conciliar
los no pocos pasajes que presentan contradicciones o desemejanzas (y que son
casi los mismos que hoy son presentados en nombre de la nueva ciencia);
unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y en cada una de sus
partes, procedían por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios,
hablando por los autores sagrados, nada podía decir
ajeno a la verdad. Valga por todos lo que el mismo Agustín escribe a
Jerónimo:
«Yo confieso a vuestra caridad que he aprendido a dispensar a solos
los libros de la Escritura que se llaman canónicos la reverencia y el honor de
creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido cometer un error al
escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me pareciese contrario
a la verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es defectuoso, o que
el traductor no entendió exactamente el texto, o que no lo he entendido yo».
No se puede decir más
claro. Por favor, os pido a los pastores de almas que me estéis escuchando que leáis
la Palabra de Dios con la sencillez con que lo hicieron Amós, Ageo, san Pedro o
san Bartolomé, con la sencillez de un pastor de Judea en el siglo II antes de
Cristo o la de un monje irlandés del siglo VIII.
No nos olvidemos de que
estamos hablando de la Palabra de Dios, es decir, de las palabras que han salido
de la Boca de Dios, aunque nos hayan sido transmitidas por hombres. Pero es
Dios quien habla y Dios no puede errar ni inducirnos a error. Dios nunca nos va
a inducir a error.
Si en I Macabeos 3, 24 se
nos dice que murieron en una batalla ochocientos hombres de los enemigos de
Judas, podemos estar seguros de que murieron alrededor de 800 hombres, no 700
ni 900, sino alrededor de 800 hombres.
En nuestra religión, como
en la de los judíos, la Historia y la fe están completamente entrelazadas. No es
que haya una historia al lado de la fe, sino que la historia forma parte de la
fe. No solo creemos en un Dios Único, sino que creemos que Dios envió las
plagas que se relatan en el Éxodo y que allí están descritas fielmente. No creemos
meramente en Dios en general, creemos en ese Dios. Podemos estar de acuerdo en
algunos puntos acerca del Motor Inmóvil de Aristóteles o del Dios descrito por
los neoplatónicos, pero nosotros creemos exactamente en el Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob.