Cuando comencé a ver la
película de la que hablaba ayer, quedé atrapado desde el primer minuto. La vi
con otros tres curas, después de cenar. Los tres nos quedamos absortos ante la
gran historia que se desplegaba ante nuestros ojos. Se necesita más de una hora
para descubrir que la narración va más allá de la transformación de un buen
abogado en un ser que solo piensa en el dinero, en la victoria judicial, en su
gloria profesional.
Si la película se hubiera
quedado en eso, ya eso la habría convertido en la mejor película que he visto acerca
de ese tema de ese tipo de evolución moral: paso a paso, batalla a batalla,
decisión tras decisión.
Pero la cinta iba mucho
más allá. Entró en lo teológico de lleno. Al final, se ve que lo teológico no
era un elemento más, era el centro de todo: todo giraba alrededor de lo lícito
y de lo ilícito, del bien y del mal. La serpiente que trepaba en el Árbol del
Mal, la serpiente que seguía viva. Todo ello expresado tan rotundamente como un
tímpano medieval. Todo expresado como una rotunda página acerca del Leviatán en
el Libro de Job.
Esta vez, eso sí,
escuchando la versión del Rebelde. Pero para nada es una apología del infierno.
Todo lo contrario: el demonio no puede hablar con más contundencia, con más
libertad, sin ningún freno. Y, sin embargo, todos los que lo escuchan no pueden
menos que gritar: ¡Preferimos servir en el cielo que reinar en el infierno!
No tengo la menor duda de
que al Diablo, que existe, no le hizo ninguna gracia esta película. Se sintió
ante ella como ante la pintura de una iglesia, solo que esta pintura no es una
más, sino una obra formidable que iban a contemplar más de cien millones de
espectadores. La rabia final del Lucifer de la película es la rabia verdadera que
existe el auténtico Maligno: está insuperablemente reflejada esa rabia de la
derrota.