He estado escuchando unas palabras del dictador de
Cuba, un tal Miguel Díaz-Canel. Su rostro es el mismo que el de todos los dictadores,
sea Gadafi, sea Sadam Hussein: el rostro del matón un poco chuleta que te habla
con el tono del que te perdona la vida.
No tengo el menor deseo de faltar el respeto a nadie. Pero
el rostro del dictador siempre es llamativamente idéntico con las mismas
características en todas las latitudes. Los matones acaban mostrando un rostro
similar ante las cámaras: fanfarrón, chuleta, perdonavidas.
El mensaje que escuché de sus labios era claro. Venía
a decir con otras palabras este mensaje: “Estoy dispuesto a matar a todos con
tal de seguir sentado en el Poder. Estoy dispuesto a seguir matando, torturando
y encarcelando con tal de seguir disfrutando del Poder. ¿Dónde me podría ir?
¿Adónde me podría refugiar? Dado que no tengo escapatoria porque soy un asesino,
prefiero morir matando”.
Ese tal Canel da discursos de vez en cuando que, por
supuesto, él sabe que no se los creen ni los suyos. Todos saben que detrás de
unas cuantas frases manidas, repetidas, desgastadas, todo se reduce a “yo quiero
mandar”.
Señor Canel, no le deseo, para nada, que acabe como tantos
otros tiranos en las inmisericordes manos de una turba. Le deseo, por su propio
bien, que acabe esposado ante un juez justo que le sentencie de acuerdo al Derecho
Internacional, para que pueda vivir los días que le queden de su vida entre los
muros de una prisión.