Después de haber dado razones
para expresar la perfecta legitimidad de la misa de cara al pueblo, reitero
(como muchos sabéis) que cuando celebro missa sine populo, es decir, solo
acompañado de dos o tres personas –algo que solo me ocurre muy de vez en cuando—
me gusta celebrarla de espaldas a los que asisten. Eso me permite evitar toda distracción y poder
ocultar mi cara (donde se expresan las emociones) a esas personas
presentes.
A eso se añade que en mis
parroquias siempre he celebrado una misa en latín una vez al mes, por sistema.
En esos casos, la celebraba en los últimos años de espaldas. Siempre ha sido la
misa del Vaticano II, pero me parecía que ese cambio de la rutina era positivo,
que ayudaba a entender la misa de otra manera y que eso suponía un
enriquecimiento.
♣ ♣ ♣
Reconozco que una
capillita pequeña y sencilla con diez asistentes (o así) se presta más a una
celebración de cara al pueblo, se presta más a entender la misa como la Última
Cena en un ambiente de intimidad.
Mientras que un gran
pontifical catedralicio se presta a tener un presbiterio alto, al que se accede
por una gran escalinata. Y allí, en ese Sancta Sanctorum, que el pontífice
oficie de espaldas con varios ministros a su lado y varios acólitos detrás de
él, dispuestos unos más arriba y otros más abajo.
La capilla pequeña con
diez personas que vienen todos los días es el entorno ideal para la intimidad
de la cena pascual, es el entorno ideal para un ambiente familiar en el que el
presbítero ejerce como padre espiritual.
Mientras que una gran
catedral gótica es el entorno ideal para un altar con grandes candelabros en
medio de una nube de incienso, rodeado de toda una serie de rangos de levitas.
Esto lo entendieron
perfectamente los constructores de las catedrales góticas, aunque no es este el
momento de desgranar detalles. Pero lo que allí es natural, la liturgia como
impresionante despliegue estético, sería inadecuado en un pueblecito pequeño para
una misa de diario con unas pocas personas.
La liturgia en un sitio y
en otro no significa una serie de cambios cuantitativos, sino cualitativos. Hay
un espíritu catedralicio de la liturgia para unos lugares, y hay un espíritu de
sencillez para otros lugares.