Yo tengo muchos defectos
y muchas virtudes sencillas, nada heroicas, virtudes de andar por casa. Pero lo
que sí me concedió el Señor, desde el principio de mi sacerdocio y (por su
bondad) me ha ido aumentando con el tiempo es una intensa devoción al celebrar
la santa misa. Una devoción sin altibajos, siempre perenne; además de que, sin
ningún esfuerzo, me concentro en ella sin ningún esfuerzo. No es mérito mío, el
Señor me la concedió desde el comienzo, no fue producto del esfuerzo.
Mi amor a la misa ha ido
incrementándose con el tiempo. Me gustan todas las celebraciones de la
eucaristía: la celebración diaria en una parroquia con un grupo de fieles, la
festiva con todos los feligreses llenando el templo, las concelebraciones con
los hermanos sacerdotes, los grandes pontificales, me gusta hasta asistir a la
misa católica en algún rito oriental (algo que solo he podido hacer en Roma).
Todas las maneras me aportan algo a esa devoción mía por la misa, en todas esas
maneras salgo mejorado en mi interior.
Pero, sin duda, en la forma
de celebrar la misa que más siento la presencia invisible del Espíritu Santo es
cuando puedo celebrar sin pueblo, de espaldas a uno o dos asistentes que están
allí presentes. Nunca celebro totalmente solo. Se trata de una celebración
lentísima, muy meditativa, con muchas pausas.
Como es natural, este
modo sin pueblo ha sido muy infrecuente, pero todos los años he podido celebrar
así un cierto número de veces: retiros espirituales, viajes, visita de
sacerdotes a mi parroquia.
Cuando celebro sin pueblo
me gusta hacerlo a la luz de las velas y poner incienso en un recipiente
especial que tengo para ponerlo sobre el altar. Un recipiente de grueso vidrio que
contiene un recipiente interior metálico, muy aislado del vidrio para que no se
quiebre. El recipiente de vidrio, de color ámbar, es muy bonito, lo compré en
una casa de decoración. Me encanta celebrar la misa con incienso todo el tiempo
moviéndose entre el misal y las ofrendas, sobrevolando el altar.
Me preparo antes de
acercarme al altar y siento la presencia de Dios en cuanto me aproximo al ara. No
es que sienta nada místico, pero la fe es tan intensa que mi imaginación pinta
esa presencia tan viva que es como si entrara penetrara en el lugar santo del
Templo de Salomón, la consagración es como entrar en el Sancta Sanctorum.
Cada rito estoy seguro de
que me santifica. Cada oración, cada pausa de silencio, cada gesto:
inclinaciones leves y profundas, genuflexiones, ósculos. La misa está repleta de
oraciones y ceremonias que santifican.
Qué maravilla poder tener misa todos los días. Respecto mucho la praxis de los orientales de tener solo misa dominical, pero prefiero la costumbre del rito latino de la misa cotidiana.