jueves, enero 17, 2019

Creemos en el Dios de la Biblia: una petición a tantos pastores




Esta imagen que gusta tanto. Durante varios días la he dejado como fondo de pantalla de mi ordenador. El mismo acto de copiar las Sagradas Escrituras como adoración, como oración, como reconocimiento de la sacralidad de ese Dios Innombrable.

Como lamento el que no pocos profesores de facultades teológicas nieguen la inerrancia de la Biblia. La Tradición del Pueblo de Abraham y del Pueblo de la Nueva Alianza es clara: en los textos sagrados no hay ni el más pequeño error: ni sobre la fe ni histórico ni de ningún tipo.

Como enseñó el santo Concilio Vaticano II:
Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación.

Las citas de la Tradición que podría aducir son numerosísimas. Baste una más de León XIII en su carta encíclica Providentissimus Deus:

Y de tal manera estaban todos los Padres y Doctores persuadidos de que las divinas Letras, tales cuales salieron de manos de los hagiógrafos, eran inmunes de todo error, que por ello se esforzaron, no menos sutil que religiosamente, en componer entre sí y conciliar los no pocos pasajes que presentan contradicciones o desemejanzas (y que son casi los mismos que hoy son presentados en nombre de la nueva ciencia); unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y en cada una de sus partes, procedían por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios, hablando por los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad. Valga por todos lo que el mismo Agustín escribe a Jerónimo: 

«Yo confieso a vuestra caridad que he aprendido a dispensar a solos los libros de la Escritura que se llaman canónicos la reverencia y el honor de creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido cometer un error al escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me pareciese contrario a la verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es defectuoso, o que el traductor no entendió exactamente el texto, o que no lo he entendido yo».

No se puede decir más claro. Por favor, os pido a los pastores de almas que me estéis escuchando que leáis la Palabra de Dios con la sencillez con que lo hicieron Amós, Ageo, san Pedro o san Bartolomé, con la sencillez de un pastor de Judea en el siglo II antes de Cristo o la de un monje irlandés del siglo VIII.

No nos olvidemos de que estamos hablando de la Palabra de Dios, es decir, de las palabras que han salido de la Boca de Dios, aunque nos hayan sido transmitidas por hombres. Pero es Dios quien habla y Dios no puede errar ni inducirnos a error. Dios nunca nos va a inducir a error.

Si en I Macabeos 3, 24 se nos dice que murieron en una batalla ochocientos hombres de los enemigos de Judas, podemos estar seguros de que murieron alrededor de 800 hombres, no 700 ni 900, sino alrededor de 800 hombres.

En nuestra religión, como en la de los judíos, la Historia y la fe están completamente entrelazadas. No es que haya una historia al lado de la fe, sino que la historia forma parte de la fe. No solo creemos en un Dios Único, sino que creemos que Dios envió las plagas que se relatan en el Éxodo y que allí están descritas fielmente. No creemos meramente en Dios en general, creemos en ese Dios. Podemos estar de acuerdo en algunos puntos acerca del Motor Inmóvil de Aristóteles o del Dios descrito por los neoplatónicos, pero nosotros creemos exactamente en el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.