viernes, abril 26, 2019

Salomón y los obispos: fantasías litúrgicas de un capellán hospitalario



Hoy no ha habido novedades notables en el mundo: no se ha quemado ninguna catedral, según la báscula he perdido algo de peso, hace un día soleado; Putin se ha levantado, como cada mañana a gobernar Rusia; Trump sigue afincado en la Casa Blanca,  la cotización del euro ha subido una centésima, he almorzado pan con tomate y aguacate; hoy, al ser solemnidad, no regía la ley de la abstinencia, y veo el mundo con “optimismo satisfactorio”, sea lo que sea que esto signifique.

He revisado el texto de hace unos días en que ofrecía yo algunas propuestas para hacer más magnificentes los pontificales en cualquier catedral. Yo, pobre monaguillo, sugiriendo grandezas... Pues sí, ¡me gustaría ver cosas así, como las que describo, en todas las catedrales! Como el texto ahora está mejor escrito, lo vuelvo a poner debajo de la línea de puntos.

Si me he tomado la molestia de repensarlo y completarlo con mimo es porque estoy convencido de que, en algún lugar del mundo —quizá en una catedral de Brasil, de Uruguay o quién sabe dónde, antes o después, habrá a quien le guste y tome ideas, aunque no lo lleve a cabo integralmente. Antes o después, alguien lo pondrá en práctica... parcialmente.

Lo que sí que es nuevo en el escrito es la última parte la que pongo bajo el epígrafe “Algunos últimos detalles”. Os pido que le echéis una hojeada, está al final de este post.

La Misa Magna


Tengo varios escritos acerca de cómo organizar solemnes ceremonias en inmensas catedrales. El presente escrito trata de sugerir cómo organizar una gran misa en una catedral normal, pequeña o grande, con muchos o pocos sacerdotes concelebrantes.
Todo es poco para Dios. La misa en un pueblecito pequeño recuerda a Jesús con sus doce apóstoles, tiene un aire familiar, sencillo, espontáneo. Eso es bonito. Se presta a la cercanía. El laico se sitúa cerca del altar y del celebrante, como si uno fuera un discípulo que es invitado a participar a la cena pascual con Jesús. Eso es lo normal en las parroquias pequeñas y tiene su belleza y su sentido.
Ahora bien, la catedral debería contar no con el mismo formato litúrgico de la iglesia pequeña solo que trasladado a una iglesia más grande, sino que debería tener un carácter distinto y específico. La catedral la veo como la materialización del Templo de Jerusalén en la diócesis, el Gran Templo de los ritos de la Nueva Alianza, como si en esa iglesia fuera una pequeña nueva Jerusalén. La catedral tiene que ser la madre de los templos sobre los que ejerce su primacía y su liturgia debería ser esencialmente más magnificente.
El párroco de un pequeño pueblo ejerce las funciones litúrgicas sacerdotales para su grey. El obispo debe ejercer como sumo sacerdote con ceremonias que solo están al alcance de templo donde está situada la sagrada cátedra, la sede episcopal. Se equivoca el que cree que la catedral es una iglesia normal, solo que más grande. Y que el obispo ejerce como cualquier otro sacerdote, solo que con presencia de más Pueblo. El obispo no tiene más potestad sobre el Pan y el Vino consagrados que los que tiene cualquier presbítero, pero sí que ejerce un sumo sacerdocio.
En las sugerencias que siguen, voy a ser muy concreto para indicar cómo organizaría yo la gran liturgia de una magna misa. Pero, por supuesto, cada obispo organizará las cosas como crea conveniente, tomando lo que vea conveniente de estas sugerencias y dejando lo que no vea conveniente.

Antes de la misa
La recepción al obispo tendrá lugar en el portón de entrada de la catedral. El cabildo le recibirá con hábito coral y le acompañará a la Capilla del Santísimo Sacramento. El obispo podrá quedarse allí a orar un rato antes de la misa o, si lo prefiere, se retirará a la capilla donde se va a revestir, para orar con más intimidad.
En una capilla, se dispondrán todos los ornamentos episcopales en una mesa, de tal manera que sea visible la grandeza del episcopado. Dos diáconos le revestirán, mientras un tercero recita las oraciones para cada paramento.

Las vestiduras del clero y acólitos
En el campo de las vestiduras, yo propondría el siguiente orden armónico, téngase en cuenta que es solo una propuesta: El obispo revestido con una casulla cónica, muy amplia. Dado que esta misa magna quiere tener el grado máximo de solemnidad, sería muy aconsejable que el obispo fuera revestido con tunicela bajo la casulla, con chirotecas y calzado litúrgico. Con un anillo para cuando lleve las quirotecas y otro para cuando se las quite. Y que el báculo fuera una perfecta expresión de la grandeza de la autoridad episcopal. Cuando el obispo viaja fuera de la catedral, puede usar báculos más sencillos. Pero esta misa magna se presta a usar báculos que sean verdaderas obras de arte.
También sería bueno usar una crux pretiosa, una cruz pectoral especialmente rica con piedras semipreciosas. La crux simplex sería la que llevaría ordinariamente y esta otra cruz (con cordón) se reservaría para estas ocasiones. Todo esto no son detalles sin importancia, sino modos de honrar a Dios.
Acompañado por doce concelebrantes revestidos con casullas góticas. Veinticuatro sacerdotes concelebran revestidos con alba y estola. El resto de sacerdotes con sotana y roquete. La variedad de vestiduras engrandece la liturgia. Esto es más bello que el hecho de que todos los sacerdotes vayan revestidos de igual modo.
Los canónigos con sus hábitos corales y los acólitos con alba. Los miembros de la curia y los arciprestes podrían ir revestidos con capas pluviales y sentarse enfrente de los canónigos, para mantener la simetría. Buscando con esta variedad de vestiduras la belleza de las ceremonias para la gloria de Dios.
Se intentará que haya siete diáconos revestidos con dalmáticas en el presbiterio, el resto de diáconos (junto a los sacerdotes revestidos con alba) irán revestidos con alba y estola cruzada.

Algunos cambios
Los grandes pontificales catedralicios los veo como un recorrido en el que el sumo sacerdote va penetrando hacia dentro del Templo, hacia el corazón de la celebración, hacia el sancta sanctorum que es el Sagrado Cuerpo y la Sagrada Sangre. Me gustaría proponer una ceremonia con algunos poquísimos cambios que para que se pudieran realizar deben ser autorizados por la Congregación para el Culto Divino. Mientras no se tenga esa autorización, casi toda la ceremonia se puede realizar tal cual la describo, pues casi todo se puede realizar sin separarse lo más mínimo de los ritos vigentes. Me atrevo a sugerir unos pocos cambios, mínimos, en el momento de las ofrendas. Todos los fieles podemos sugerir. Ahora bien, únicamente la Sede Romana tiene potestad para autorizar cambios en los ritos.

Ritos iniciales
Los ritos iniciales pueden tener lugar en una nave lateral, con todos de pie: con el clero dispuesto en grupo alrededor de un crucifijo de tamaño natural. El Pueblo rodeará al clero y al crucifijo que estará situado en el mismo centro de esa nave lateral. El obispo se colocará frente al crucifijo, el clero rodeando la cruz.
Durante el canto del Gloria (y si no, de los kyries) el clero se dirige en procesión a la otra nave lateral. El clero se va situando en los lugares de sus asientos, aunque sin sentarse. El obispo se vuelve y mirando hacia el Pueblo que le ha seguido procesionalmente hace la oración colecta. Se vuelve hacia el Pueblo porque es como si recogiera sus peticiones personales en esa colecta. Después se dirige a su asiento en esa nave lateral.

Liturgia de la Palabra
El clero y el Pueblo se sientan congregados alrededor de una gran biblia, una biblia de grandes dimensiones, mejor con letras iniciales e iluminaciones que los fieles puedan ver como una materialización de la nobleza de las Escrituras. Una Biblia que pueda ser tocada y hojeada.
Los asientos están colocados alrededor de ese centro que es el Libro. Allí tiene lugar la Liturgia de la Palabra y la homilía. Los cuatro lectores: primera lectura, salmo, segunda lectura y evangelio leen situándose alrededor de ese libro. Un acólito les sostendrá el leccionario, colocándose cada vez en un punto cardinal.
 Esta liturgia de la Palabra también puede tener lugar en el coro de los canónigos si el coro está situado fuera del presbiterio.
La invitación inicial de la oración de los fieles se hace en mismo lugar donde se ha recitado la oración colecta. Mientras por los altavoces resuena la oración de los fieles, el clero se dirige en procesión hacia el presbiterio. La oración conclusiva tiene lugar en la mitad de la nave central.

Liturgia eucarística
Acabada esta oración conclusiva de la oración de los fieles, varios acólitos encienden sin ninguna prisa las velas del altar mayor. Desde antes que comenzara la misa, han estado encendidos los siete cirios del altar. Pero ahora es cuando se encienden todas las velas menores que, como ornato, se sitúan sobre el altar y en el presbiterio. Es bueno que la zona del altar reine una cierta penumbra para que resalte la luz de las cuarenta o cincuenta velas.
Desde que ha acabado la oración de los fieles, el obispo y el clero se dirigen hacia el presbiterio, mientras dos diáconos preparan todos los dones sobre el altar. El altar es preparado durante ese trecho procesional, para ahorrar tiempo, para que la ceremonia no se alargue en exceso.
Dispuestos los dones sobre el altar, un presbítero los ofrece recitando en voz baja las fórmulas. También él se encarga de incensar el pan y el vino. El clero llegará a las primeras gradas del presbiterio cuando estén los dones dispuestos por los diáconos. El clero se colocará alrededor de esas gradas sin subir. En ese momento, tiene lugar el lavatorio de las manos. Después, el obispo, que iba al final de la procesión, se adelanta con los concelebrantes hasta el primer escalón sin subir.
Entonces el obispo canta en tono gregoriano la oración de las ofrendas. Lo ideal es que un acólito le sostenga un libro con las oraciones que sea grande, con letras de gran tamaño. Un libro con letras iniciales con pan de oro y dibujos. Como el obispo leerá de espaldas al Pueblo, todos verán la belleza de esas páginas.
Acabada la oración de las ofrendas, el obispo comenzará a subir los escalones del presbiterio. El obispo, como un nuevo Moisés, ha orado a Dios antes de comenzar la ascensión de esa montaña santa, ha orado antes de subir al Calvario. El obispo y los concelebrantes al llegar al plano del presbiterio recita el prefacio, todavía sin acercarse al altar: el prefacio como puerta de entrada al sancta sanctorum.
Estoy muy a favor de la que coexistan la misa de espaldas al Pueblo y la misa de cara al Pueblo. Las dos tienen su belleza y sus razones que las amparan. Pero estos inmensos pontificales solemnes se prestan más a resaltar (y a resaltarlo al máximo) el aspecto sacrificial, con una misa de espaldas y con el clero distribuido en distintas gradas: el obispo en lo alto; un poco más abajo del obispo, dos diáconos con dalmáticas; alrededor del obispo, doce concelebrantes con casullas. Más atrás, bien dispuestos, el resto del clero: podrían ser los presbíteros más ancianos los que estén revestidos con alba y estola; el resto con estola y roquete, situados más lejos que los que concelebran. Los canónigos con sus hábitos corales estarían situados en un lugar especial a un lado. Al otro lado, para no romper la simetría, los miembros de la curia con capas pluviales. El clero se distribuirá armónicamente del modo que se vea más conveniente según la forma y tamaño del presbiterio.
Mientras se canta el Sanctus, el obispo, los dos diáconos y los concelebrantes principales se sitúan ya junto al altar. Ya estaban en lo alto del presbiterio, de manera que, simplemente, se acercan al altar. Para que no dé sensación de que todos los sacerdotes están apretados, es mejor que los doce concelebrantes con casulla se acerquen al altar y que el resto se sitúe colindantes al presbiterio pero abajo.
Justo antes de llegar el obispo al altar, un diácono derrama perfume de nardos (u otro perfume) en cuatro recipientes (pequeños, discretos) colocados en los cuatro ángulos del altar. Para preparar el ambiente de ese lugar santo con fragancias antes de la consagración. El obispo continúa con el canon. Dado que la misa se celebra de espaldas, repito que resultaría muy bello que los presentes pudieran ver un canon impreso en un gran misal de letras grandes con iniciales doradas y con dibujos de estilo medieval.
Tras la consagración, en el suelo, detrás del altar, en el centro, habrá un incensario (con granos gruesos) para que eche humo durante toda la ceremonia. Se podría usar mirra en la primera incensación de los dones e incienso de otro tipo tras la consagración. En cualquier caso, sería bueno que los inciensos fueran distintos en ambos momentos.
Ojalá que la Congregación permitiera, en estas misas tan extraordinariamente solemnes, no solo arrodillarse ante las especies eucarísticas, sino postrarse un minuto o dos en adoración, en silencio.
Un acólito se acerca con otro gran libro de letras grandes para que los concelebrantes, desde sus lugares, reciten las partes del canon que les corresponden, pero sin tener que acercarse a ningún micrófono, se les escuche o no se les escuche en el resto del templo.
Justo después de la doxología, como símbolo de los perfumes de la tumba de Cristo, otro diácono derrama otro tipo de fragancia (por ejemplo, de rosa o de azucenas o de lirios) en dos recipientes a ambos lados de la cruz del altar.

Ritos de la comunión
Todo sigue normal hasta la comunión. Tras dar la comunión a siete diáconos y acólitos, el obispo se retira a la sede del ábside a hacer la acción de gracias, mientras se acaba de dar la comunión a los fieles y después se purifican los vasos.
Ese lugar más elevado tendría el sentido de ser el Monte Tabor, un lugar donde retirarse con el Señor. El clero concelebrante conforme acabe de administrar la comunión se irá sentando a su alrededor. Pero allí donde no haya un ábside más elevado, el obispo, simplemente, se sentará en la cátedra. Allí, desde su sede, de pie, la recita oración final e imparte la bendición.

Esta misa, como se ha visto, tiene el sentido de un ir penetrando a lo más profundo del templo. La misa como un viaje espacial y espiritual hacia el sancta sanctorum, hacia un altar que es fuente de luz y que está perfumado por distintos perfumes y varios inciensos.

Después de la misa
Después de la misa, ya depuestos los ornamentos, debería ser costumbre que el obispo y el clero se saludaran relajadamente en otro lugar de la catedral: un claustro, una galería, una sala. Tras una misa, es conveniente que todos tengan la posibilidad de charlar y que eso se facilite al máximo. No es bueno que, acabada la misa, todos se marchen dos minutos después o que se marchen en grupos pequeños. Sería muy bueno ofrecerles un café o unos refrescos. Pero el encuentro distendido del clero es muy conveniente tras esas ceremonias.
Sería muy de alabar que cada domingo se celebrase esta misa magna. Aunque únicamente hubiera un presbítero, un diácono y un acólito revestido con alba; y solo asistieran cien personas. Todo se puede hacer tal cual lo he descrito, aunque sean tan pocos asistentes, pero todo se puede realizar con igual dignidad. En una ciudad de varios cientos de miles de habitantes, tampoco sería un exceso que hubiera una misa de este tipo cada día.

Algunos últimos detalles
Una catedral donde se rezan todas las horas canónicas cada día y se celebra una gran misa como esta es un modo de honrar a Dios de un modo distinto que en el resto de templos de la diócesis. También me atrevo a sugerir que, por la mañana, al abrir la catedral, una persona encienda las seis velas del altar mayor rezando mientras hace esa operación. Y que esas velas sigan encendidas todo el día, como lo estaba el candelabro de los siete brazos en el Templo de Jerusalén. En este caso, no habría una séptima vela, sino el crucifijo del altar. Para que puedan estar encendidas todo el día sin problemas, los seis candelabros deberían sostener lámparas de aceite y no velas.
Al atardecer, cuando la penumbra crece, un servidor de la catedral podría encender varias velas o lámparas de aceite y colocarlas sobre el altar, para que resaltaran en la penumbra. Las encendería y las colocaría rezando algunas oraciones.
Se colocarían entonces. El altar debe estar completamente vacío el resto del día. Solo deben estar los seis candelabros y la cruz. También el presbiterio del altar mayor debe estar vacío de sillas y cualquier otro elemento. Allí solo debe estar el altar con las velas. Un rato antes de cerrar la catedral se procederá a apagar las velas del altar y las situadas alrededor de él. Operación que se hará haciendo algunas oraciones.
Si los fieles ponen muchas velas en la catedral, se podrían recoger algunas para colocar algunas más sobre el altar a la hora de sexta y algunas más todavía a la hora de vísperas. Es decir, habría seis candelabros, por ejemplo, de plata y más altos; y junto a esas habría otras velas menores como ornato, velas situadas armónicamente sobre el altar. Calculando el grosor de la vela y el plato situada bajo ella, para que la cera nunca manche los manteles.
También se podría colocar algo de incienso sobre el altar a alguna otra hora del día o también siguiendo el ritmo de las horas canónicas, por ejemplo, durante laudes y vísperas. A esto se añade que si se celebra la misa magna el ara es perfumada. De manera que el altar mayor de la catedral, cada día aparecería iluminado, perfumado e incensado. La gloria de Dios resplandecería sobre ese lugar santo, así como descendía sobre la Tienda de la Reunión.
Es posible hacer esto en una catedral modesta en una tierra de misión donde solo hay un sacerdote en la catedral. Por supuesto que sí. Habrá que adaptarlo todo a las posibilidades del lugar y a sus recursos. Pero, con un solo sacerdote, se puede hacer.
Recuerdo una diócesis en la que la catedral no era nada bella y estaba situada en un barrio sin fieles. No tenía ningún interés turístico y estaba lejos. En un caso en que se vea imposible resucitar la catedral, es preferible trasferir el culto catedralicio a una iglesia grande, bonita y con afluencia de fieles. Pero la diócesis debe contar con un lugar donde se le tribute a la Santísima Trinidad un culto catedralicio.

sábado, abril 20, 2019

Días santos que son como un retiro espiritual



Hoy, Viernes Santo, ha sido un día de lo más espiritual. Solo he tenido un propósito en esta jornada, un propósito sencillo: estar con Jesús. Es decir, acompañarle físicamente en su recorrido durante la Pasión.

He estado delante del monumento parte de la mañana y parte de la tarde. También he meditado acerca de su sepultura quedándome un rato en la iglesia con el sagrario vacío.

La Oficio de la Pasión lo he vivido muy concentradamente, porque había muy poquita gente en el convento. Y es que hoy, en Madrid, ha sido un día muy frío y lluvioso, casi no ha parado de llover en todo el día. El estar poca gente, pero muy espiritual, me ha ayudado a vivir la ceremonia de un modo más interno.

Como todos los años, hemos dejado la Eucaristía sobre una mesa (símbolo de la “mesa” de la sepultura), cubierta por un velo (símbolo de la sábana que lo cubrió), se ha cerrado con llave esa habitación del convento (habitación que simboliza el sepulcro), hemos corrido un baúl delante de la puerta (que simboliza la piedra) y he sellado la puerta. Hace años mandé hacer un sello para esta ceremonia.

Qué impresionante en la obra de Valtorta todo el relato de la sepultura de Cristo, como fue el embalsamamiento, el vendaje de su cuerpo, las palabras angustiosas de María dentro de ese pequeño habitáculo.

Espero que mañana sábado viva el día como una espera junto al sepulcro.