Aquel día me parece tan lejano. El mundo era otro, yo
era un joven cargado de ilusiones, de vitalidad. Habíamos tenido reunión de
arciprestes y había almorzado con algunos compañeros. Así que me enteré del
atentado hora y media después que sucediera, poco después de llegar a mi casa.
Después, me quedé, como todos, hipnotizado delante del
televisor. Aquella tarde celebré con casulla negra una misa de funeral. En lo que
quedó de día, nadie se despegó de los televisores, de las radios. La
programación de todas las televisiones había quedado suspendida.
Desde entonces todos hemos tenido la sensación de
haber entrado en una nueva época. La caída del muro de Berlín ponía punto final
a un tiempo. La caída de las Torres Gemelas era el hito que marcaba un nuevo
tiempo: guerras, atentados (en Londres, París, Barcelona, Niza, Madrid), el ISIS,
apuñalamientos.
Sin Dios el tiempo se dirigiría hacia ninguna parte. Si creemos en Dios, sabemos que Él es Señor de los tiempos, que abre y cierra tiempos, que encauza el rio de los años hacia el destino que Él determina. Ese rio no es una fuerza ciega, sino una corriente de causas y efectos en la que Él interviene.
Ahora estamos en otro tiempo distinto del precedente
al de ese atentado. En otro tiempo y esperando un nuevo tiempo.