El pasado jueves y viernes estuve presentando dos
libros en Teruel. Dos autores me pidieron esa presentación conjunta de sus obras.
Qué estancia tan placentera. Pero ahora no quería hablar de esos dos títulos
(siempre estoy hablando de libros), sino de la ciudad.
Teruel es una de esas ciudades perfectas. El tamaño
perfecto (36 000 habitantes), una estética que casi parece inmejorable, en
medio de campos dotados de serena belleza. Los pobladores de esa capital de
provincia tal vez piensen que todas las ciudades del mundo son más o menos parecidas.
No saben la suerte que tienen de nacer, crecer y vivir allí. Sí, todo el mundo
no es como la pacífica, benigna y bella
Teruel.
Después está la bella catedral, la única del mundo en
estilo mudéjar: ¡esa techumbre pintada!, qué obra. Pero de entre todas las cosas
que se pueden ver en la ciudad, la Torre de San Marín y la del Salvador son dos
construcciones que, al natural, no te cansas de contemplar. No cualquier fotografía
les hace justicia, hay que verlas in situ, con todos sus detalles.
Además, de camino pasé por el pueblo de mis abuelos,
Maranchón. Mis abuelos paternos eran tratantes de mulas. Qué pena no haberles
conocido en su trabajo. Cuántas cosas me hubieran podido enseñar. Qué vida tan
interesante la de aquellos tratantes. Eran tratantes pudientes, tenían varios
trabajadores a su cargo y el local donde guardaban las mulas era grande: una verdadera nave industrial. Mis abuelos
son todo un mundo que desapareció de mi vida antes de que me pudiera enriquecer
con su trato... y con su cariño. Solo pude disfrutar un poco del de mi abuela,
que me quería mucho. Ella tenía una llamativa resistencia al frío, algo genético.
Qué pena el que disfrutara tan poco de su presencia. Un cáncer se la llevo.