Hoy, a las 12:00 del mediodía,
me ha llegado un SMS al móvil, era del vicario general: el nombramiento del
nuevo obispo de Alcalá, don Antonio Prieto, vicario general de Córdoba.
Un nuevo obispo, siempre,
ha supuesto para mí la alegría de una nueva esperanza. Se trata de una noticia
que cada vez he recibido con gozo.
Pero no es esperanza de
cargos ni honores ni cosas similares. Con mi primer obispo, no pensé en otra
cosa que en ser un buen párroco de la localidad en la que estaba. No se me pasó
por la cabeza ninguna otra cosa, ninguna. Mi paso por el pueblo no lo veía como
transitorio. Llegué allí con la actitud de estar todo el tiempo que la
Providencia determinase, mi vida entera si así lo quería. No tenía ningún sueño
personal, así que no hubiera sido ninguna decepción.
Con mi segundo obispo,
pensé que mi destino definitivo era mi segunda parroquia. No descartaba algún
cambio, pero creía que había llegado al final del camino en cuanto a
nombramientos.
Con mi tercer obispo,
estoy tan feliz en mi actual destino como en todos los anteriores. Solo que,
ahora, en mí no existe la más mínima brizna de ambición, de codicia de otros
cargos. Antes tampoco, pero ahora es como si se hubiera quemado de nuevo algo
que ya se había incendiado mucho antes. Mi único anhelo es morir como
sacerdote, fiel a todas mis promesas de ordenación. Fidelidad a todas y cada
una de esas promesas, a cada compromiso, a cada cosa que le ofrecí al Señor en
ese día lejano de 1994.