Es cierto que algunas personas corren el riesgo de reducir la religión a
moralidad. Eso ocurre no solo en los debates teológicos, sino en el acto de
examinar su propia vida espiritual en la oración.
También es cierto que se puede enfocar acertadamente toda la vida
espiritual como moralidad si esa moralidad remite de forma continua y adecuada al
Misterio de Dios: una moralidad que emana de las inspiraciones (hacia la
perfección) que proceden de Dios, una moralidad que es respuesta de la
criatura, en cada momento, a ese Dios Trino.
Pero existe una forma equivocada de reducir la religión, la vida
espiritual, a moralidad. En una religión en la que Dios ocupa muy poco espacio,
muy poco interés, todo acaba basculando a una visión moral de la vida: una
lista de licitudes e ilicitudes.
Lo ideal sería haber planteado el sínodo alemán desde la santidad, desde
los místicos, desde las cumbres espirituales. Pero si planteamos el sínodo como
un gran “diálogo del Pueblo”, corremos el riesgo de “democratizar” la moral.
Hay modos adecuados de realizar un sínodo que sea un magno diálogo entre el
Pueblo Fiel, los grandes teólogos y los santos, bajo la guía de los pastores. Y
hay modos inadecuados de realizar un sínodo en los que llega a la cabeza lo que
de la cabeza partió, sin ninguna sorpresa.
Ya dediqué hace tiempo varios posts, no pocos, a analizar el tema de qué es
un sínodo y los muchos modos de organizar un sínodo.
Todo esto se hace más necesario si en un sínodo se plantea una cuestión que
confronta la Palabra de Dios, que propone un giro copernicano respecto a la
patrística.
Fijaos la foto que he colocado en este post: es orden. La teología también
es orden. Si un sínodo se alejara de una sana teología, el resultado sería una
desarmonía.
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Estoy tan relajado mientras escribo este post, escuchando a Lully:
https://www.youtube.com/watch?v=15ouTM7Nx14