Es cierto que el que haga sufrir al prójimo a
sabiendas, de un modo cruel, está poniendo a Dios en la
tesitura de actuar con amor hacia el culpable (dándole más tiempo para
arrepentirse) o actuar por amor a la víctima
(no dando más tiempo al malvado para hacer el mal).
En ese caso, permitir o no permitir algo va a forzar a
Dios a tener que tomar una decisión. Es decir, ese tipo de acciones coloca a Dios entre dos amores: el amor al
culpable y el amor a la víctima.
Por eso hay una diferencia tan grande entre las
acciones que no hacen sufrir a los demás y las que sí que hacen sufrir a los
demás. En el caso de los pecados de debilidad, puede actuar el amor puro hacia
el inconstante culpable; pero, en los casos en que se hace sufrir, la permisión
hacia el culpable supone el sufrimiento de la víctima.
Nadie puede obligar a nada a Dios. Pero el verdugo sí
que fuerza a que el Amor de Dios actúe. Y, además, le obliga a que actúe en la
medida del amor por la víctima. Si siempre he hablado de la Parábola del Hijo
Pródigo, el padre que deja marchar. En estos
casos de crueldad, el padre no puede dejar marchar al
que es causa de sufrimiento cruel y constante para los demás.
Aun así, hasta el cruel dispone de un tiempo para
cambiar. Después, el Omnipotente tiene que actuar. El padre que sale al camino
a ver si viene el hijo, el padre que va al camino en busca del hijo. Y va al
camino, como Abrahán, para sacrificar al hijo por amor a los hijos.
La causalidad de Dios no necesita que caiga un rayo del cielo. A Hitler le podía haber dicho: "Dentro de siete días morirás y lo harás por tu propia mano".
La causalidad de Dios no necesita que caiga un rayo del cielo. A Hitler le podía haber dicho: "Dentro de siete días morirás y lo harás por tu propia mano".