Estimado Daniel Ortega,
dictador de Nicaragua:
Usted ha lanzado a la turba
contra los obispos. Una turba bastante exigua, pero que compensaba con
violencia la pequeñez de su número. Los obispos han intentado hablar a la
turba. Inútil intento. Nunca se puede razonar con una turba que vocifera.
Nuestro Maestro nos dijo,
hace ya casi dos mil años: Quien a hierro
mata a hierro muere.
Tenga, Daniel, cuidado.
Porque quien lanza turbas contra los obispos, algún día puede encontrarse de
cara a cara frente al Pueblo ya totalmente descontrolado. Y le aseguro que no
podrá hablar ni razonar con una turba. La historia nos ha demostrado que si
existe una bestia insaciable en su crueldad es una masa humana llena de furia.
Usted es un dictador y lo
sabe. Nadie lo sabe mejor que usted. Nadie conoce tan bien cómo usted el proceso que ha acabado con la democracia
en su país. ¿Quién mejor que usted nos podría explicar cómo logró acaparar
todos los poderes, cómo logró derribar todas las barreras constitucionales?
Márchese a casa. A la casa
que tiene fuera de la que llama su patria. Es cierto que si se va, perderá una
fortuna. Ya tiene una gran fortuna. ¿Por qué tanta ambición? Si se aferra a su
fuente de ganancias personales, algún día puede comprobar que un pueblo oprimido
resulta imprevisible. Y en un solo día se puede pasar del despacho presidencial
a un calabozo militar.
Cierto que usted piensa
que puede hacer como Maduro en Venezuela. Pero no dude de que hay designios
desconocidos por los que el Señor ha permitido tal aberración en Venezuela. Tal
aberración se ha permitido y se sigue permitiendo. Pero los designios del Señor
siguen adelante. No le deseo a usted enfrentarse a la ira divina. Deje a su
pueblo libre. Libere a toda una nación.
Me despido de usted,
deseándole que no se arroje usted mismo a un abismo de poder y represión, cuyas llamas le perseguirán en este mundo y en el otro.