Ayer me llamó
un compañero de mi educación primaria. Compartí ocho años en la misma aula. Los
dos crecimos durante ocho años. Aquella clase, en mi memoria, aparece pintada
con caracteres míticos: otro mundo.
Otro yo, otro
tiempo, otro espacio. El planeta entero, realmente, era otra cosa.
Cuando teníamos
esa edad, solo existía el presente. Ninguno se preguntaba nada acerca del futuro.
No había proyectos ni temores futuros. La salud se daba por descontada.
No se me pasó
por la cabeza que, algún día, dejaría mi querido Barbastro, mi piso, a mis padres.
Echo mi
mirada atrás y todo me parece tan lejano. Cómo me gustaría reencontrarme con
todos mis compañeros de EGB y charlar sin prisas, horas. Dos ya nos han dejado.
Los niños de
entonces éramos más niños, eso os lo aseguro.
Barbastro me
parecía una ciudad inmensa, casi inabarcable. Una urbe para conocerla durante
toda una vida. Siempre descubría calles nuevas. Ya lo he dicho muchas veces:
era una comunidad tranquila y estable. Cada cosa estaba en su sitio y el
concepto de permanencia, de continuidad, pesaba mucho; sobre todo, las
familias. Se conocía no solo a los individuos, también a sus padres y abuelos. Era
un conocimiento colectivo de las personas.
Qué tiempos aquellos. Aquel Barbastro ya solo pervive en mi memoria, en nuestra memoria. Cuando he visitado mi ciudad natal, en vano he buscado aquel "lugar" sentimental. Lo que hay ya está cambiado, es lógico. Quedan restos lo que existió. Pero el conjunto, como tal, ya no existe.
Quedan edificios que me recuerdan esa época. Incluso cuando me encuentro con compañeros del colegio, veo señores en los que no acabo de reconocer a aquellos rostros de antaño.