Ayer elogiaba
una conferencia. Alguien como yo que, hasta la pandemia, daba conferencias de
forma habitual, valoro de forma muy especial a un buen conferenciante. Es
decir, del mismo modo que un orfebre puede valorar de forma muy precisa la labor
de un orfebre, así un conferenciante habitual puede valorar de un modo más profundo
la labor de un colega.
Contrariamente
a lo que pensarán muchos, el que una conferencia académica de alto nivel sea
buena no depende ni de la entonación ni de los gestos ni de nada que tenga que
ver con retórica. Sin duda la política tiene que ver con la retórica; pero una
conferencia académica, no.
Lo esencial,
lo verdaderamente sustancial, es que el que hable sea grande en lo suyo. Si no
es grande, será una conferencia de esparcimiento, de entretenimiento. Una conferencia
académica de alto nivel es... otra cosa.
Si el que habla
es grande en sí mismo, solo tendrá que abrir la boca para que quede claro. Es
decir, un profesor que ha dedicado toda su vida al estudio del reinado de Darío
solo tiene que abrir la boca. El que no es tan grande se dedica a buscar
chistes para amenizar su relato y hace gestos histriónicos y tal.
Con esto no
estoy diciendo que no haya que cuidar ciertos detalles. Pero una buena
conferencia es uno de los grandes placeres de la vida porque nos permite ser
testigos del autor vivo, improvisando, haciendo música improvisada. Un libro es
un libro, una conferencia no es un libro leído. La palabra hablada (aunque siga
una partitura esencial) tiene matices que no están en el libro que ese autor
haya escrito o pueda escribir.
Por supuesto
que hay profesores que leen aburridamente un texto. Por supuesto que hay conferencias
frías, gélidas, sin vida. Sí, claro, hay conferencias “muertas” que si, encima,
las da un personaje poco brillante pues... apaga y vámonos.
En general,
pienso que una conferencia es algo más (no mera erudición) a partir de cierta
edad. Yo diría que, a partir de los cuarenta y cinco años, un conferenciante
puede comenzar a ser interesante. A los treinta años, el que cita a Shakespeare,
cita a ese autor y ya está. A partir de los cuarenta y cinco años, cualquier
cita de cualquier autor está teñida del propio yo. Los quesos curados requieren
de un tiempo de maduración. Es leche lo que hay en un queso joven insípido y
leche lo que hay en un queso rebosante de sabor y olor.
Alguien podría
pensar que más interesante sería una sobremesa con ese autor y cuatro o cinco
comensales más. Pero son géneros distintos: el libro, la conferencia, una cena
con el autor. Yo diría que los tres géneros se complementan. Ojalá que cada lector
fascinado por un autor pudiera tener los tres géneros a su disposición. Primero,
leer los libros, profundizar en toda la grandeza de la creación de un autor.
Después, escucharle disquisiciones sobre sus libros, sobre sus pensamientos;
con las preguntas subsiguientes. Y, por último, poder cenar con él, sin muchos
comensales.
Cuando se
puede valorar una conferencia es cuando uno ha leído varios libros de un autor.
Conociendo su obra es cuando se disfruta la conferencia. Y es, cuando uno ya ha
escuchado al autor en la conferencia, cuando uno puede disfrutar de la cena con
él.