Lo primero de todo, aunque sea lo más anecdótico, el acento de san Josemaría es exactamente el mismo que tenían varios de mis familiares. Era un acento de varias comarcas, no de toda Huesca. Pero en mi tierra sonaba completamente normal, por más que a alguno de fuera de la tierra le pueda parecer un poco extraño. De hecho, varios conocidos míos lo hablaban con un acento mucho más fuerte; como el de Paco Martínez Soria, aunque ese acento es el de Zaragoza.
Digo esto porque a algunos jóvenes no aragoneses les
causa gracia el escucharlo, y es un problema al poner filmaciones de él a los
jóvenes, puede mover a imitaciones jocosas, pero tendrían que haber escuchado a
algunos compañeros de mi clase con qué acento hablaban. Hasta yo lo tenía, pero
lo he perdido.
Aunque del modo de hablar
de mi tierra hablo en pasado, porque el escuchar la televisión todos los días,
durante dos generaciones, ha moderado muchísimo el
acento. Hablar con un deje muy baturro sonaba a ser del campo y hoy día,
hasta en los pueblos más pequeños, el acento ya no es tan fuerte. No hablo de “acento
cerrado” porque el deje era muy fuerte, pero la vocalización siempre era
perfecta. Había música en las palabras, mucha entonación, pero en toda la
Corona de Aragón la vocalización siempre ha sido muy nítida.
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El otro aspecto que me
limito a mencionar es que san Josemaría, como yo, siempre hemos tenido voz
aguda. Eso depende de las cuerdas vocales y no hay nada que hacer. Si alguien
trata de hablar más grave, con un registro que no es el suyo, el resultado
suena a falso, a teatral. Cada uno tiene que hablar en el tono que le dan sus
cuerdas vocales.
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San Josemaría no fue un
teólogo, no se dedicó a eso. Ni lo fue ni lo pretendió. Algunos de sus hijos
(profesores de la Universidad de Navarra), movidos de muy buena voluntad, han
querido convencernos de que era un gran teólogo. Vano intento. No hallaremos en
él las profundidades de un Henri Neuwen o de un Scott Hahn; ni, por supuesto,
de un Ladaria Ferrer o de un Rowan Williams.
Ahora bien, como
predicador era muy profundo. Para nada, superficial.
Su pensamiento, siempre lúcido. Estaba dotado del
don de la claridad. Cuántos luchan por ser
claros y no lo consiguen en toda la vida. Como predicador era óptimo. Algunos
teólogos son pésimos predicadores.
Un hombre de su posición,
tan visible, podía haber albergado una tentación muy natural al predicar: “Voy
a lucirme. Voy a hablar de grandes profundidades de la teología para que vean
cuánto sé”. Jamás cae en eso, ni como excepción. Él siempre habla a la gente
que tiene delante. Hay predicadores que quieren hacer una especiosa elucubración
teológica pensando en un público que no es el que delante sentados en los
bancos. San Josemaría mira a los ojos del que está allí escuchándole, a
diferencia del predicador que quiere hacer un sermón como los de san Agustín.
Cuando, de hecho, los sermones orales del maestro de Hipona no necesariamente
coincidían del todo con las piezas escritas retocadas y que bien sabía que iban
a quedar para lectura de la posteridad. Hay predicadores que se encierran en su
propio monólogo, aunque ya todos estén aburridos y deseando que aquello acabe
por misericordia. En las charlas improvisadas de san Josemaría hay un verdadero
diálogo con las almas, aunque solo hable él y los otros se limiten a preguntar.
Es un diálogo porque él sentía lo que en cada minuto hay en el corazón de los
que le escuchan. Lo repito, como predicador es óptimo.
Claro que debo hacer una
aclaración. El gran predicador que fue no alcanza su culmen en los sermones, un
género más rígido, sino que su culmen lo alcanza cuando improvisaba en las
charlas con sus hijos. Sus verdaderos sermones son esos.
Cierto que él no se
dedicó a la teología, pero su olfato vio claro qué era lo correcto y qué era
una desviación. De manera que ejerció un verdadero magisterio para sus hijos.