Los que seguís este blog desde hace veinte o treinta
años sabéis lo importante que es para mí el altar. En verdad que me siento un
servidor del altar. Pues bien, por fin, he puesto en el convento del que soy
capellán un crucifijo que llevaba largo tiempo diseñándolo.
Una cruz gótica, repleta de perlas, gemas y oro. Con
una impresionante imagen de marfil. Bien es cierto que nada de todo esto es
auténtico, con lo cual el precio es económico.
Si os fijáis en las fotos que pongo más abajo, esta cruz
está diseñada para que los fieles también puedan ver al crucificado mientras hacen
su oración en la iglesia y durante la misa.
Durante la misa, me gusta levantar la mirada y encontrarme
con la figura de Jesucristo a la altura de los ojos. Las velas que veis no
están colocadas por razón de ninguna festividad especial. Todos los días celebro con
esas velas. Me gusta que desde todos los lugares del templo se vea el altar
como una fons lucis, fuente de luz.
Ahora que en las iglesias han retirado las velas naturales, compenso esta carencia
colocándolas en el lugar de más honor y en abundancia, pero con armonía; no una
mera acumulación. Los cirios sobre candelabros siguen siendo seis como manda el
misal. Las otras velas menores están como ornamento, para inundar de luz el
ara.
Y digo inundar
de luz, porque me gusta que en el presbiterio reine una cierta penumbra
para que las velas resalten. Además, desde hace una semana, desde el momento de
la epíclesis, una campana resuena desde dentro de la clausura y las luces se
apagan, dejando el altar sólo con la luz de las velas para el gran misterio de
la consagración.
Las dos fórmulas de la transubstanciación las digo a
la luz de las velas. Al alzar la forma consagrada, tres o cuatro monjas tocan a
la vez sus campanas. Y desde ese momento en que se alza a Cristo, en que
aparece Cristo a los ojos, las luces del presbiterio se van encendiendo de
forma gradual, es como un amanecer. Eso se debe al tipo de bombillas que usamos.
El efecto es impresionante.
El último cambio que he hecho en este tiempo de
Navidad ha sido que en el reclinatorio donde comulgan los fieles, dos señoras se
colocan en cada extremo sosteniendo un lienzo blanco por las cuatro puntas. El mensaje
es claro: ninguna partícula debe perderse. Mientras tanto, dos hombres sosteniendo
cirios plateados me flanquean.
Jesús se merece todo esto y mucho más. Nada de insulsas sencilleces que sólo demuestran falta de amor. Todo altar debería ser precioso.
En todos los estilos y en todas las estéticas, pero deberían ser verdaderamente
hermosos.